Bernardo se ahogó, ya no puede más. El tercer y cuarto párrafo lo aplastaron sin anestesia. Está harto de tener siempre la misma sensación en todos sus escritos. En todos sus escritos de mierda, piensa él. La nada misma lo pasa por arriba, lo golpea, le ata las manos, lo sume en la inacción. Pasea con su vista buscando errores. Encuentra una coma antes de una “o”. La borra. Las “o” nunca van después de una coma y, borrando aquello, se consuela pensando que —aunque sus cuentos sean un fiasco— nunca se va a traicionar con los tecnicismos de la redacción.
Prosigue con el tanteo de desaciertos vacíos de importancia porque sabe lo que ocurre. Él mismo es su propio enemigo. Se encuentra agobiado, harto de sí. Quiere volver a empezar con algo nuevo que le dé una luz de esperanza, aunque sea desvaída, irrisoria, aunque odie dejar las cosas a medio hacer,porque significan para él la macabra aceptación de haber trabajado durante horas con algo malogradamente esquivo, fracasado y trunco.
Guarda el documento en su computadora y va a la carpeta donde recopila todos sus escritos. Su vista recorre a lo largo del archivo todos sus cuentos a medio hacer. Se le hace que los más del fondo, los más viejos, van a ser malos porque recién en esos tiempos estaba comenzando a escribir. Se le hace, también, que a los más últimos y próximos los recordará demasiado, como si los hubiera escrito ayer, y sabe, como nadie, que no le van a gustar. A él nunca le han gustado sus propios escritos. Guarda en su computadora ciento treintaitrés relatos y quimeras que jamás publicó, que siempre consideró carentes de nivel o de altura.
Encuentra uno de hace un año. Un poco más, en realidad: catorce meses. Duda en abrirlo. Teme en que en realidad forme parte aún de esa nómina de escritos cercanos, recordados e incompletamente abortados. Sigue dudando. Mirándose a sí mismo en la pantalla que lo espejea, quieta frente a él. Se aburre de dudar tanto y lo abre, concluyendo que si no le gusta irá a otro. Lee el título, “cartas y tapiales”. No le gusta. Detesta esa faceta suya del pasado donde lo único que hacía era escribir sobre amor y desamor con una lírica estúpidamente melosa, cursi, que al día de hoy le provocan una profunda vergüenza ajena. De todos modos decide darle una oportunidad, y comienza a leerlo.
Prende un cigarrillo y va a la cocina a buscar lo poco que le queda de vino. Los placeres hay que dárselos en vida, piensa, y más en días así donde no encuentra ningún tipo de respuesta. Apoya el vaso a un constado y observa al humo envolver lentamente al ambiente que atisban sus retinas. Mira por la ventana y luego posa sus ojos en las manecillas del reloj que tiene en su escritorio. Son pasadas las tres de la mañana. Escribir aún no le genera cansancio como antes, donde escribiendo un rato nomás ya era suficiente para derrotar al malnacido de su insomnio. Esa noche está más despierto que nunca y ultimamente aquello viene siendo la norma. Termina de leer el relato corto y llega a la conclusión que aquel tiene plácidos tramos poéticos para nada defectuosos.
Lo vuelve a leer. No recuerda cuándo es que lo escribió. Es raro eso. Siente como si ni siquiera lo hubiese escrito él. Y siempre recuerda lo que escribe. Porque todo lo que escribe es lo que vive, con otras máscaras, con otras vidas, con otros problemas; pero en el fondo, bien al fondo, termina siendo exactamente lo mismo. Y no sabe por qué escribió la historia de un santafesino que le mandaba cartas a una mujer de París, sin antes pedirle al corresponsal que dejase las cartas en los tapiales de su jardín en vez de en el buzón. Estaba bien escrito, aunque la trama fuese una estupidez absoluta, y vuelve a leerlo de cero. Y cuando lee sus escritos por tercera vez, significa que le gustan, y si algo suyo le gusta, sabe que se encuentra condenado a corregirlo.
Aplasta el cigarrillo sobre el cenicero y apoya sus yemas sobre el teclado. Sabe que, de ese cúmulo de ciento treintaitrés escritos, está tomando uno que le provee la esperanza de amarrarlo a buen puerto. Uno, entre ciento treintaitrés. Tiene que dársele, piensa, para no volver a lo mismo de siempre. Para no volver a que sus inseguridades, que le generan su sed de perfección, opaquen a la simpleza y al mero disfrute de escribir. De todos modos parece estar lejos aún del día en que se dé cuenta de ello. Y hasta que no lo haga, jamás va a poder ser feliz escribiendo.
Septiembre 2020.
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