Tengo miedo.
La cosa tiene hambre. Es inmortal.
Y lo peor: carece de compasión.
Sigue mis pasos al caminar, mis palabras al hablar, mi boca al bostezar y mi risa al callar.
La oigo respirar cuando intento dormir, aunque no tenga pulmones, ni corazón, ni una imágen física con la cual atormentarme.
A veces creo escuchar su voz, hablándome, susurrándome algo entre los huecos de mis pensamientos, pero nunca alcanzo a comprender qué dice. Solo sé que, cuando lo hace, el silencio pesa más y respirar me arde.
No sé bien desde cuándo me acompaña. Quizás siempre estuvo conmigo, esperando a que creciera, aguardando a que la aceptara.
He intentado ignorarla —sí, porque ahora sé que es una ella—, pero cada vez que finjo no escucharla, estalla en risas que duelen y abren heridas.
Me copia, me imita, me descompone.
No busca matarme —creo—. Buscar ocuparme, hacerse un hueco en mi vida, tal vez reemplazarme, y dejarme en el olvido.
Hay días en que ella gana, y no logro distinguir quién ocupa estas cuatro extremidades y esta cabeza que suelo llamar cuerpo.
Me aterra desaparecer, rendirme y ceder a su presencia. Ceder a ese sentimiento inconcluso que no es tristeza, ni ansiedad, ni pereza. Es solo la inconclusidad misma, buscando qué devorar, qué ruñir, qué desaparecer.
Y eso me lleva a dudar. No sé si fue ella quien me creó o si fui yo quien la parió con cada culpa, cada resentimiento, cada rabia, cada silencio mal tragado. Pero sé que me pertenece, casi tanto como yo le pertenecezco a ella.
Quizás eso es lo que somos todos: criaturas divididas, compartiendo cuerpo con lo que más tememos.
Y siento que mientras escribo esto, ella sonríe, como si supiera que estoy hablando de ella. Como si, en realidad, fuera ella, quien está escribiendo.
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