La primera vez
te vi envuelto en un gesto,
no sabría decir si eras vos
o lo que yo necesitaba creer.
Eras un contorno,
una idea que el aire me traía,
un eco de algo no dicho,
pero prometido sin palabras.
Después vino el tiempo,
esa distancia que no borra,
sino que revela.
Y volviste.
Pero no eras el mismo.
O quizá
no era yo
la misma que te miraba.
Hubo algo en tus ojos,
que esta vez no buscaban;
algo en tu voz,
que no vibraba como antes.
Y en mí,
una punta de verdad,
filosa, irreparable.
¿Fue desilusión?
¿Fue ver con más claridad?
¿Fue perder lo que nunca fue?
No lo sé.
Solo sé que el segundo encuentro
es un espejo con fisura:
deforma menos,
pero también hiere más.
Y aún así,
hay algo sagrado
en esa grieta que nos nombra.
Porque sólo lo que se ve dos veces
empieza a existir de verdad.
Sin embargo, me pregunto por terceras veces.
La tercera vez
no hay magia,
pero hay verdad.
Un tono más bajo,
una luz más opaca,
pero también más fiel.
Y en esa luz,
tal vez,
otra forma de amor,
más callado,
más honesto.
O no¿?
Quizá la tercera vez solo confirma
que algunas cosas eran mejor en el deseo.
Que hay cuerpos que solo nos rozan en tránsito,
que no vinieron a quedarse,
sino a revelarnos lo que aún no sabíamos sentir.
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