Le vi cruzar la calle a las seis y veintisiete de la tarde.
Debo admitir que no fue un momento grandioso, ni una escena digna de película. El viento no ondeó su cabello, ni llovieron flores sobre su coronilla azabache. De hecho, para ser completamente honesto, no destacaba entre los demás peatones cuando el semáforo se puso en rojo.
El tráfico continuaba su curso, indiferente, y el calor del verano caía espeso sobre los transeúntes, convertido en una capa de sudor pegajoso que se adhería a los pliegues de la piel.
Sorbí el café de un solo trago y lo sentí hervir al fondo de la garganta. Sonreí: ya era tarde para soplar con intenciones de enfriarlo, pero tampoco es como si pudiera hacerme daño.
Unos segundos más transcurrieron y la luz cambió a verde, entonces el mar de gente avanzó.
Mis ojos se despegaron del suelo y busqué instintivamente su rostro entre los otros veinte que se apresuraban a cruzar en mi dirección. Sus pasos no eran distintos a los de los demás, y su ropa tampoco, pero había algo —un pequeño desfase en el mundo, una pausa imperceptible— que me obligó a mirar dos veces desde el otro lado de la acera.
Nos cruzamos en silencio. Fueron apenas tres segundos.
Su mirada se encontró con la mía cuando pasó por mi lado y todo pareció detenerse. No supe quién era. No del todo. Pero algo en su rostro me resultó insoportablemente familiar; tal vez esos ojos curiosos o la forma carnosa de sus labios enmarcados por el arco de cupido.
Con una mano sujetaba un paraguas abierto —supongo que intentaba protegerse de la lluvizna— y con la otra, una bolsa de papel con el logotipo de un restaurante de comida rápida. Sus pasos eran firmes, como si llevara prisa, pero no pesaban; apenas un roce despreocupado sobre el concreto, como si en lugar de avanzar, se desvaneciera con delicadeza.
El sonido de sus zapatos, amortiguado por el bullicio del corazón de Shanghái y el calor de un día de Junio, fue apagándose hasta volverse parte del fondo.
Caminó indiferente, no miró atrás.
No me importó. Juraría que también lo sabía. Que sintió en su pecho el mismo desorden que yo, como si ambos hubiésemos rozado accidentalmente con los dedos un recuerdo que ya no es nuestro. Uno que ya no nos pertenece.
Han pasado un par de semanas desde nuestro encuentro.
No pregunté su nombre. No sé quién es o a qué se dedica, pero recuerdo vagamente su perfume y el cadente latir de su corazón. Desde entonces, algo en mí no volvió a estar en su lugar.
Me perdí a mí mismo, pero volví a verle.
Y eso fue suficiente para que todo volviera a empezar.
Aunque todavía no sepa qué.
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