Llovió estrepitosamente ese viernes, a baldes, después del mediodía. Desde el séptimo piso era casi imperceptible, de no ser por los truenos y relámpagos que había. Bromeábamos con estos últimos diciendo que alguien, desde afuera, en realidad nos estaba tomando fotografías para rememorar aquel íntimo momento que vivíamos: una luz cálida envolviendo toda la sala de estar y ambos tirados en el sofá, jugando a las cartas. Teníamos una ansiedad latente de ver quién ganaba la apuesta de preparar la cena y levantar la tacita blanca del balcón que usé anteriormente como cenicero. Perdí yo, por supuesto.
Nos alistamos y caminamos nueve cuadras bajo la lluvia. Agustín terminó empapado, al igual que yo. El paraguas que usaba solamente me sirvió para poder fumar un cigarro y que no se apagara por las gotas de lluvia.
Llegamos al departamento luego de 40 minutos, nos quitamos lo que estaba mojado y encendí el aire para que se pudiera secar todo. Él me pidió la ducha, le dije que sí. A la media hora, ambos habíamos entrado en calor. Fui a la cocina y comencé a preparar la cena mientras él se acomodaba en el sofá. Su misión de la noche era endulzar nuestros oídos con un poco de música. Escuchábamos al Indio Solari y tomaba, de vez en cuando, sorbos de mi copita de vino blanco. A él también le serví una. De vez en cuando hablábamos nimiedades que ahora no recuerdo, pero seguramente fueron divertidas, como casi todo lo que charlamos. Ese día, y los que siguieron, descubrí que podemos pasar horas y horas hablando sin siquiera aburrirnos, así como también disfrutar de largos minutos en silencio, simplemente sabiéndonos en compañía, lo cual me resulta el balance perfecto.
Cuando la cena estuvo lista, serví ambos platos y nos sentamos en la mesa a comer. Afuera todavía llovía, el viento golpeaba las ventanas y soplaba casi en susurros, pero ahí dentro no sentíamos el frío que sentía la capital, más bien hacía calor.
De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad [bastante nueva para mí] era el grado máximo de bienestar, era la Dicha, aquella de la cual Martín habla en su diario. Fui feliz muchas veces en mi vida, pero cada felicidad es distinta. La felicidad que viví ese día, y los días siguientes, es un tipo de felicidad que me hace recordar la importancia de las amistades. Ningún hechizo se rompió. Él seguía ahí, podía abrazarlo, hablarle, mirarlo, decir su nombre y hacerle siete mil preguntas, saber con seguridad que recibiría siete mil respuestas de vuelta y una que otra broma vestida de sarcasmo.
Cuando terminamos de cenar, nos devolvimos al sofá y seguimos jugando. En un momento dado, recordé todas las veces que escribí sobre él en mi diario, lo bueno y lo malo, las llamadas telefónicas y la vez en que perdí su amistad por completo. Luego, volví al presente y lo vi frente a mí. Me figuré que ningún dolor es eterno, que todavía hay corazones buenos los cuales podremos descubrir, palpar y engullir. No me acuerdo cómo era la vida antes de él, sólo me acuerdo de cómo es ahora: una cumbre que se vive junto a un adorable muchachito que quiero y que me alegra infinitamente el corazón.
Cuando el reloj marcó las dos de la mañana, casi tres, fue cuando le dije feliz cumpleaños. Me respondió con una sonrisa.
Esa sonrisa fue [y sigue siendo] un abrazo, un poema. Me aferro a ella cuando, en noches como esta, tan lejos de esa ciudad, extraño y añoro cada rincón que me hizo sentir que tocaba el cielo.
Tal vez, si ese día no hubiera pasado esa tormenta, podríamos haber visto la luna. Y en ese caso, la frase de Rayuela también habría tenido sentido: nos hubiéramos parado a mirar el cielo [en el balcón del piso siete] porque esa es una de las pocas zonas de París [Palermo] donde el cielo vale más que la tierra.
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