Son las 11:49 de la noche. Las calles están mojadas y el frío me congela los dedos porque sostienen la cerveza. El granizo se descongeló y yo me encuentro sentada en la esquina de un barrio popular colombiano la noche de un sábado. Una tienda que huele a borrachos que no quieren volver a casa. Me puse un pantalón que desechó un viejo en un mercado de segunda mano para ser invisible y poder tomar tranquila. Suena Hector Lavoe y el trago de ron pasa como agua... y yo sedienta. ¿Puedo darme unos pipazos de marihuana aquí dentro? Me da miedo ir sola afuera. Pregunto al señor que atiende y me dice que por bonita me da permiso de hacer lo que quiera. Me río y me convenzo de que es mentira, que a las bonitas les toca más fácil y no estarían bebiendo solas en una esquina cochina y marginal después de perderlo todo por no saber barajar las cartas. Prendo la candela y el viento se interpone. Al tercer intento enciende las flores que me putean los ojos. Entre salsa y salsa y recuerdos de amores que ya no son y que no serán, el maquillaje se me estropea y se me empapa la cara de agua salada y yo deseando gotas de sudor del hombre que tengo encima durante el sexo cochino y desenfrenado, pero no, aquí estoy, sin hombre, sin sexo, sin sudor ajeno sobre mi frente, llorando a mares porque el alcohol me hizo efecto. Que alguien me abrace y no espere nada de mí y de este corazón roto que he intentado llenar con todo menos con lo que corresponde porque a penas tengo veinte y no sé cómo jugar sobre el tablero.
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