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Secuencia

juliana

May 18, 2025

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No puede caminar por este diminuto mundo, que es apenas un pellizco del mundo más grande, aquel regido por los mismos guiones, que no le ofrece otra opción más que seguir bailando. El cuerpo le quema y siente que si rota un poco más sus hombros, al abrir sus brazos, estos caerán como dos piezas de plástico sostenidas por un agarre provisorio e industrial. Con los ojos encandilados y las piernas asfixiadas entre la tela sintética, entiende que no hay más que seguir girando en el lugar, sin saber si podrá detenerse una vez que empiece.

Construí a Andrea con una fragilidad que le envidio y con un talento inagotable para cumplir con lo que le piden. No entiendo si es de día o de noche y las piernas cruzadas sobre la silla me vibran por el hormigueo amortiguado, el café en el escritorio sigue intacto y helado, los esfuerzos inútiles descansan abollados en una esquina.

El silencio domina todos los espacios del departamento, curiosamente ubicado en una ciudad estruendosa que nunca duerme y que escupe a sus habitantes hacia la calle constantemente, como si estar en el abrigo de sus hogares no bastara para el espectáculo. Los latidos parejos y obligatorios del reloj son lo único que cubre como un abrigo al vacío, pese a estar descalibrado desde hace un tiempo que no puedo recordar.

Los párpados me pesan y cedo, dejo de sentir el cuerpo pronto, me sumerjo en el piletón lleno de agua y algo me empuja hacia el fondo lentamente. Sus rostros relajados flotan en medio de la oscuridad, riéndose en camaradería y codeándose entre ellos. Los observo atentamente e intento descifrar qué es lo distinto, eso que les adjudica el merecimiento de los aplausos, los premios, las sonrisas de complacencia y el disfrute sin juicios entre literatura y cigarrillos. Intento comprender si se trata de algo natural, de algo que ya he estudiado y reproducido al pie de la letra y aún así parezco tener, en lugar de un talento, un impedimento innato para alcanzarlo. Cuando abro de nuevo los ojos, no tengo idea de cuánto tiempo ha pasado. El esfuerzo hace gritar algunas zonas de mi cerebro y entiendo que no queda más que seguir escribiendo.

Andrea repasa la coreografía en su cabeza, adelantando lo próximo, aminorando el márgen de error. Puede observar las marcas brillantes en el suelo, que llaman a sus pies como un flautista fantástico, como un director de orquesta, estos obedecen conducidos por la fuerza de la música. Su espectáculo cotidiano empieza temprano y se repite continuamente durante todo el día, todos los días. Piensa a menudo en que vive por los aplausos, luego desencanta su engaño el no recibir ninguno.

Se desliza con gracia de un lado a otro, temo que se le ha negado la posibilidad de estar acompañada en el escenario. Con cada caída, aún cuando perfectamente controlada, si el lector escucha atentamente, podrá oír sus pies rasgándose al rozar la punta de los dedos una y otra vez con el bloque diminuto. La punta del mentón, a modo de proa, nunca deja su posición alta y firme, direccionando su cuerpo en la secuencia orquestada. La melodía se peina los cabellos de acero y eleva hasta el punto máximo el despliegue de Andrea, que rebosa en excitación.

Me invade la frenética necesidad de arrastrar como una espátula todo lo que ocupa el escritorio. Quiero tirar a la mierda la taza de café, el block de hojas, los lápices enanos, la viruta de los lápices enanos, el florero de vidrio azul, la montañita de esfuerzos inútiles. Fantaseo con estrangular a Andrea y pienso en que la odio. Su capacidad para obedecer, para dar vueltas con una sonrisa calada en el semblante impoluto, con el pelo endurecido y prolijo, tirándole la piel de la cara hasta casi arrancársela, los brazos estirados sosteniendo una pelota invisible y gigante que no deja caer, sin generar un sólo movimiento errado. Quisiera también poder visualizar en la hoja mis siguientes pasos, que una fuerza superior me indicara en estado de posesión dónde posar el lápiz enano y cuándo dejar de afilarlo.

Una vez más, la piel del rostro se me derrite y me cae por los bordes de la mandíbula, tomo una bocanada enorme de aire en un bostezo que marca el inicio de mi segundo estado de somnolencia. La luz de la superficie, producida por la lamparita, se transforma en un recuerdo lejano y ya no puedo pisar el suelo. Andrea se me presenta, continúa su danza impecable y pienso que es momento de exorcizar mis ganas exorbitantes de provocarle un dolor que la lleve al fallo.

Su espectáculo está en el momento culminante, el instrumento desenfrenado produce los últimos acordes de la pieza. Los dibujos diáfanos suspendidos en el aire que indican un Grand Jeté se difuminan y la confusión, que sólo puede provocar la brecha en lo cotidiano, hace caer estruendosamente al suelo a la bailarina. 

El cristal del espejo sale disparado en fragmentos dispares por todo el suelo, la madera da un golpe seco y los metales del aparato musical estallan, consecuencia de la caída. El silencio, precedente al estrépito, se ve colmado por el declive de las cosas a su alrededor y sólo entonces, el reloj puede descansar.

juliana

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