Sebastián, deja de preguntar.

Barcelona se sacude la madrugada con el estruendo de las persianas que suben y el olor a café colándose por las ventanas. En la panadería de la esquina, una mujer dobla las servilletas con la misma paciencia con la que, sospecho, ha esperado toda su vida a que alguien regrese, un hombre revuelve el azúcar en su taza sin probarla, mirando a la nada con la concentración de quien espera entender algo que se le escapa. Un anciano lee el periódico con la cabeza inclinada, como si las noticias pesaran demasiado para sostenerlas de frente. Todo es rutina, todo es costumbre, y, sin embargo, aquí estoy yo, preguntándome qué tan cierto es eso de que el tiempo lo cura todo. La ciudad despierta con el eco de pasos desconocidos. En el aroma a café recién hecho que se desliza entre las calles estrechas, se entremezcla con el sonido de los chicos corriendo porque van tarde a la escuela.

Camino sin prisa, aún me queda tiempo para ir a la Universidad; estoy aprendiendo catalán, así que mi mente intenta leer los anuncios tratando de encontrar los sonidos correctos, mirando las baldosas húmedas que han visto más historias de amor de las que yo jamás conoceré. Siempre he creído que hay palabras que nacen muertas, que nunca llegan a donde deben, porque nadie sabe cómo decirlas. A veces pienso que la gente no se olvida, solo deja de intentarlo. Que los sentimientos se quedan en el aire, dando vueltas como los papeles que el viento arrastra y nunca llegan al suelo.

En la plaza, un grupo de ancianos juega a las cartas sin hablar demasiado. La vida es así, pienso, llena de silencios que dicen más que las palabras. Me siento en una banca cualquiera, una pareja cruza la calle tomada de la mano, y por un segundo, todo parece encajar, como si el mundo estuviera diseñado para aquellos que saben qué hacer con lo que sienten. La ciudad sigue su curso, el pan se hornea, el café se enfría, las cartas caen sobre la mesa. Y yo sigo aquí, esperando una respuesta que no llegará.