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    Se llama Luciana

    Mar 21, 2024

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    Se llama Luciana
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    Un sábado por la noche me reuní con mis amigos en un bar del centro. Amigos de toda la vida, de siempre. El plan de reunión fue espontáneo. No hubo demasiada premeditación ni planificación. Es nuestra costumbre, no solemos cranear demasiado las reuniones. Nos movemos con el viento, como un barco sin brújula ni timonel. No importa nada el cómo, cuándo y dónde, ahí estaremos sin importar las condiciones o las formas. No nos vemos muy seguido, apenas unas dos veces por año. Pero te puedo asegurar que cada una de las reuniones que compartimos, aunque breves y contadas, son mágicas y tienen un lugar especial reservado en la memoria. Algunos de estos amigos son de la primaria, otros de la secundaria y algunos, por añadidura, son amigos del barrio que se sumaron al grupo y se convirtieron en una parte elemental del contingente de tarados que aún se aferran a las viejas glorias y a las anécdotas del pasado. En fin, somos los mismos diez chabones que se reúnen para carcajearse de las mismas historias todos los años, eso sí, todas con su debida cuota de exageración y con una suma notoria de detalles que tienen como fin adornar ese iterativo anecdotario. Como si no nos hubiésemos dado cuenta que algunas de esas historias son un cachivache o una catramina que ya no merecen un lugar tan privilegiado en la memoria o en la narrativa de las reuniones.¿Quién diría no?, la infancia y la adolescencia otorgan momentos que no pueden reemplazarse con nada de lo que provea la adultez. Esa es la picardía, y más con los amigos de siempre. Estamos dulcemente condenados a revivir de forma colectiva los instantes más preciosos de la vida. Es casi como una forma de supervivencia al mundo en el que vivimos ahora, y en el que tenemos el enorme privilegio de compartirlo juntos.

    Al bar llegamos a eso de las nueve de la noche. Apenas éramos la mitad del grupo, pero nos apuramos a reservar las mesas y las sillas para que todos pudieran tener su lugar. A mí personalmente me encanta esta parte, es una especie de placer muy interno que emerge justo en ese momento. Esa oportunidad que tengo de decir “reservado” cada vez que alguien pregunta si la silla está libre. La mejor parte es que lo hago con tanta vehemencia y entusiasmo que pareciera como que en esa silla se fuera a sentar Lionel Messi. Y nada que ver. En esa silla se va apoyar el culo gordo y triste de alguno de mis amigos. Un culo que, a todas luces, no es ningún Balón de Oro. Qué decir. De a poco estamos perdiendo nuestra atesorada lozanía. Y parte de esa pérdida de juventud, lastimosamente, también se ve reflejada en el traste. Algunos de los pibes llegaron 21:15, otros pasadas las 21:30, y los más impuntuales llegaron tipo 22:00. Esto ya lo había anticipado al iniciar el relato. Cada quien se deja llevar por el viento. Así que si se concierta un horario, algunos, no todos, interpretan que no es necesariamente un requisito o un imperativo cumplir medianamente con el horario estipulado. Sino que cada uno puede llegar cuando se desocupe de lo que sea que esté haciendo. Esto, obviamente, se hace a expensas del ostracismo que sufrimos el resto del grupo en cuanto a sus decisiones horarias. Aunque esto no es ningún reproche, ya que los que llegamos puntuales, podemos adelantar algunos temas que son administrativos en las reuniones del grupo. Además de que nos permite llevar la conversación por otros rumbos, sin que esta sea inquisidora de la impuntualidad de los demás.

    Una vez que todos estuvimos sentados en la mesa empezó, decididamente, una nueva edición de nuestra reunión de amigos. El bar era acogedor. Parecía que el dueño del recinto era un confeso amante de la música. Y no se detuvo en explicaciones para demostrarlo en su bar. En las paredes había colgadas guitarras que iban desde las criollas hasta las Gibson Les Paul. También había una antigua vitrola, muy bien conservada. No me atreví en ese momento a preguntar si funcionaba, pero de hacerlo hubiese sido de lo más fantástico. En una mesita cercana a la barra, se hallaba apoyada una radio de galena con sus auriculares, un receptor de los primeros años de la radiodifusión. Y entre tanta reliquia, estábamos nosotros. No sé si damos para una reliquia de gran valor, pero nos conformamos con ser una de segunda o de tercera mano. En la bebida hubo consenso general: la cerveza. Aunque algunos se inclinaron por la negra en vez de la rubia. A mí personalmente no me gusta la cerveza negra, me parece algo dulce, y para eso me tomo uno de los batidos de banana de mi abuela. Los batidos de mi nona son una provocación a la diabetes, parecen una plantación de cañas de azúcar. Aunque todos los nietos y nietas los tomábamos sin chistar, a pesar del feroz empalagamiento que sufríamos producto de ese monumento a la glucemia alta. Para comer pedimos una picada y también unas papas fritas. A muchos de nosotros nos encantan esas papas colmadas de queso cheddar, cebolla de verdeo y jamón. Sencillamente un manjar digno de nuestras reuniones. “Un poema” gritó mi amigo el Tute cuando la colorada del 3° A del secundario se puso la ropa de gimnasia dejando apreciar la soltura de sus nalgas prodigiosas. Lo peor fue que al ulular esta romántica declaración, todos en el salón se le quedaron viendo. El Tute se quedó tan colorado como el cabello de esa cristiana, y ante el escrutinio del colegio, como un baboso y un pajín. En este caso, las papas fritas merecen esa fina y honesta descripción, sin que tengamos que avergonzarnos luego, claro.

    Con todo dispuesto, comenzaron las anécdotas y las carcajadas provocadas tras su narración. No voy a detenerme demasiado en esto porque ya les anticipé previamente la retahíla de exageraciones y suma de detalles incomprobables que son nuestras historias. Sino que voy a reparar en el verdadero motivo de este relato que ha tenido de extenso preludio la descripción de esta nueva edición de reunión entre amigos. Mientras charlabamos de la paliza que nos pegaron en un partido de pool de no sé qué año, tuve una visión de lo más maravillosa. Un grupo de chicas ingresó al bar. Pero yo me quedé como pasmado por la última muchacha que ingresó y cerró la puerta del local a sus espaldas. Una morocha de ojos grandes y provocadores, con pestañas de una prolijidad indisimulable. No soy un gran conocedor, pero me animo a decir que en la belleza de esas pestañas no había ninguna artimaña estética. Todo lo contrario, esas pestañas eran un regalo de nacimiento. La gracilidad de su cuerpo al pasar por entre las sillas y las mesas me resultaba conmovedora. Sólo salí de mi embeleso cuando mi amigo el Fierito me pegó un sopapo como diciendo “¿qué te pasa?”. Pobre, le habían puesto ese apodo después de un partido de fútbol 5. Resulta que el pibe tuvo una chance de gol inmejorable con el arco inerme. Sin embargo, el mencionado le erró a pocos centímetros del glorioso grito sagrado. Fue parecida a la chance que tuvo el Ogro Fabbiani mientras jugaba en Newells. A raíz de esto, un chabón X que estaba mirando el partido exclamó ante el yerro: “fierito, fierito...” Esta frase, ante su desafortunado fallo, sentenció su apodo. El Fierito no es muy agraciado que digamos, pero siempre tomó su denominación para bien. Lo que no recibí muy gustoso fue el sopapo que me pegó. Si con la visión de la piba había logrado rizar con la yema de los dedos las puntas de las estrellas, el golpe antiflasheo que me propinó el Fierito, me había traído de prepo a la realidad.

    No sé cuánto tiempo pasó. Aunque de lo que sí tengo certezas, es que después de tan maravillosa visión, jamás pude retomar la conversación con mis amigos. Era un ente al que se le había escurrido toda la masa encefálica. Estaba en otra. Pérdido en la ligereza de esas piernas que el Fierito no me había dejado contemplar del todo. La chica se había sentado, con las que aparentemente eran sus amigas, a dos mesas de la nuestra. Pero con lo imantado que estaba por su belleza, la podría haber distinguido a la distancia de 300 millones de sillas y mesas. A gritos un amigo algo contaba, aunque yo ya no me enteraba de nada. Todavía recuerdo la cara que pusieron todos cuando de repente me puse de pie y me quedé alucinado unos segundos pensando en la franqueza de sus pechos que apenas sobresalían del escote de aquel vestido negro. Al unísono habrán pensado “y a éste qué le pasa”. Mi mejor amigo de la primaria, Franco, terminó con la perplejidad de todos al preguntarme qué me pasaba. Apenas pude incorporarme y volverme a sentar al lado de Franco. Tomé un sorbo de cerveza y rompí el primer bache de silencio en toda la noche. -¿Ven a ese grupo de chicas a dos mesas de acá?-, pregunté. Todos giraron su cabeza hacia el lugar que les indiqué con la mirada, volvieron hacia mí y respondieron con el monosílabo afirmativo. Y agregué: -Pongan atención a la morocha de vestido negro que está sentada a la derecha de la chica de cuello largo-. Nuevamente, todos giraron la testa hacia la misma dirección, al regresar su atención hacia mí, todos tenían la misma expresión de no entender un pomo qué tenían que ver esas pibas con mi reciente ataque de locura. -La morocha me gusta, boludos-, exclamé derribando su ignorancia. Todos se miraron entre sí como diciendo “ahh, era eso”. Despejada de sus mentes la bruma que les impedía comprender los verdaderos motivos de mi conducta, les dije: -Voy a ir a hablar con ella-. La mayoría me miró como si hubiesen confirmado que verdaderamente era un loco sin mecate. Todos me miraron así, a excepción del gordo Juan que tenía una expresión marmórea como si hubiera visto un fantasma. Sin embargo, lo que había visto era la repetición de un recuerdo nada grato alojado en su memoria. El recuerdo me tenía a mí como desafortunado protagonista. El gordo había recordado mis continuos rebotes en las relaciones sentimentales. En la cancha no cazaba ninguno, pero en los boliches era todo un experto. Juan siempre fue mi confesor sentimental y sabía que nunca había tenido demasiada suerte con las mujeres. Y ese, un nuevo intento de paracaidismo sin paracaídas, no le daba buena espina.

    A mi lado, Franco me miraba detenidamente con sus ojos marrones. Es curioso. Desde nuestra infancia había buscado en sus globos oculares alguna aprobación. Mucho más que en los ojos de mi propio padre. Y eso es todo un decir. Él era el hermano que el destino no me dio ya que, en cambio, mamá había sido bendecida con dos nenas. Esta vez en su mirada había un atisbo de preocupación. No sé si era porque no quería que me saliera del guión de las reuniones con mi ataque de temeridad o si no quería que me desanimara con lo que podría ser otra dramática volcada propia del automovilismo. Sus ojos me decían eso, pero su boca me dijo: -Intenta-. La misma palabra usó en la cancha de tierra del colegio cuando tomé la responsabilidad de patear el penal decisivo ante los archirrivales de la otra división. Era ganar o morir. Y fue eso último. A la pelota le pegué tan alto y tan lejos del arco, que la primera piña de mis compañeros cayó sobre mi rostro antes que el esférico tocara el suelo. Aquella vez lo intenté y fallé. Y Franquito lo sabía mejor que nadie. Aquel suceso en mi vida podría haber sido la regla y no la excepción. Era cuestión de encontrar las regularidades que probaran cuán cierta era la teoría. Y ese era el día.

    Con la tímida anuencia de Franco, la persignación del gordo Juan y la incredulidad del resto, tomé un nuevo sorbo de cerveza, la cual estaba caliente, debido al tiempo que la había dejado reposar. Me puse de pie y comencé aquella temeraria empresa. Los primeros pasos fueron como si llevara dos bloques de cemento en ambos pies y los últimos como si intentara cruzar arenas movedizas con las chanclas de Bruce Banner cuando se convertía en Hulk. A diferencia de este personaje, lo mío no era furia sino un cagazo tremendo. Al llegar a la mesa donde se encontraba aquella morocha, sus amigas me miraron con mirada marcial. No me cagué porque Dios me había regalado el estreñimiento. Al fin la tenía a unos centímetros de distancia, y ciertamente, sus pestañas eran un regalo de nacimiento. A duras penas balbuceé un "hola" y ella me correspondió con el mismo saludo. A estas alturas sentía que el corazón estaba haciendo un boquete para salir por las costillas, pero no logró fugarse, sino hubiese sido un desastre. Sus amigas estaban incómodas. Y es lógico. En estos tiempos que un pibe sea tan osado como para acercarse a un grupo de señoritas, sin siquiera anunciarse, puede tomarse tranquilamente como acoso. Logré sobreponerme medianamente a mi balbuceo y le expliqué que estaba con unos amigos a dos mesas de distancia y desde que ella había entrado al bar había quedado encandilado por su belleza. No puedo explicarles el brillo de la sonrisa que soltó ante mi declaración. Me sentí como un actor de teatro recitando el último verso de amor a su amada. Su sonrisa era la candileja que me apuntaba mientras el público aplaudía la delicadeza y la locuacidad de mi interpretación. No creo que mi declaración haya sido ni delicada ni locuaz pero las palabras salieron. Eso es lo importante. Mientras tanto, ella jugaba con un mechón de su negro y brilloso cabello. Ahí recordé que mi amigo Esteban, autoproclamado conocedor de la conducta femenina, me había dicho que este gesto develaba el interés de la mujer. No sé si la deducción de Esteban será cierta, pero desde ese día quise darle el aval empírico. En su respuesta hubo algo de premura: -Mirá, ahora estamos compartiendo con mis amigas-. Claro, quedé como un desubicado. -Pero si queres dame tu número de celular para hablar después-, completó. Con esta sencilla frase despejó los fantasmas de mis reveses anteriores. Jamás había llegado tan lejos. Con un balbuceo 2.0 le di mi número y me llamó de inmediato para que me quedase agendado el suyo. La saludé y me retiré cobijando el celular en mi pecho como un nene que compró un juguete nuevo, el más precioso del universo conocido. Cuando le di la espalda, ella me chistó. Yo me di la vuelta rápidamente. -Como no me dijiste tu nombre, te agendé como el pibe a dos mesas de distancia. Vos agendame como Luciana-, me dijo. "¡Qué bobo!", pensé hacia mis adentros. Entre los nervios me olvidé de preguntarle su nombre. La saludé nuevamente y me retiré con una alegría desbordante. Me senté nuevamente al lado de Franco. Ahora todos mis amigos me miraban con curiosidad e impaciencia. -¿Y?... ¿qué pasó-, preguntó el gordo Juan volviéndose a persignar. Sólo atiné a decir: -Se llama Luciana-.

    Sergio Martín Pérez

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