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SATOR

Aug 8, 2025

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SATOR
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Desde siempre me había preguntado de dónde venían. Acudían a la granja periódicamente como si algo los llamara; permanecían ahí unas semanas, algunos incluso por varios meses y después sin aviso se iban.

Lo lógico habría sido encontrarlos despanzurrados en la carretera o sobre un charco de vómito y saliva cerca de la granja o con las cavidades con las marcas de los colmillos de los perros de otras granjas. Todo eso tenía más sentido para mí que el que desaparecieran sin dejar al menos una humareda, algún polvo desprendido de su pelo, o todavía hubiera agradecido que se orinaran fuera de la caja de arena, aunque fuera eso lo único que me quedara de ellos: una caja de arena sucia.

Parecía que solo llegaban a mi casa. Los ranchos vecinos no tenían queveres con gatos. A la mayoría de por ahí no le gustaban, creían que solo servían para matar ratas y ratones y si no les servían para la plaga se los echaban a los perros y se divertían viendo cómo entre varios canes les desinflaban el tórax. Era eso o simplemente les dejaban de dar alimento.

A mí me agradan, a mis perros también; después de tantas visitas suyas todo ser vivo en la granja está ya acostumbrado. Hasta las ratas.

El último fue Sator, uno atigrado enorme, un poco más pequeño que los corderos que nacieron cuando él llegó, de todos los que habían llegado antes, él había sido el más grande por mucho. Aún así, dos de los perros, Gánico y Menelao, los guardias del rancho, lo dejaron pasar sin atisbo de suspicacia.

Meneó el plumero que tenía por cola por todo el rancho, observando, escudriñando los rincones y estudiando todo lo que ahí se movía. Estuvo durante el parto de los corderos, que fueron trillizos y sobrevivieron. Se robó la placenta de la borrega que había parido y volvió al atardecer para hacer compañía y agradecer por el alimento.

No fue el primero al que le vi eso en los ojos. Miraba las cosas con una atención extraña, como si supiera de qué se trataba todo en la vida y sencillamente por ello estaba encima de cualquier otro ser.

Nunca me dejó tocarlo, siempre mantuvo su distancia. Ese día me quedé dormida en la sala con la lumbre todavía encendida; inicialmente, al abrir los ojos en plena madrugada, vi solo su silueta frente al fuego, me pareció curioso verlo tan interesado en el fuego, unos instantes después la leña se partió y escupió chispas que alumbraron la sala, sus ojos brillaron y supe que me veía directamente a mí.

De todos los que habían llegado, él me parecía el más siniestro de todos, y no hacía nada que un gato no hiciera, perseguía algunos ratones hasta perder el interés en ellos, vigilaba a los corderos como si fueran suyos, montaba guardia junto con los perros y a veces los acicalaba, asistía a Kali, la otra perra, que estaba incapacitada de su labor de guardia tras haber parido a sus cachorros, a veces les daba ligeros manotazos a Yago y a Tami, los caballos, sin que ellos se atrevieran a responderle la grosería, pero Sator era inteligente, más que los otros; lo sorprendí muchas veces sobre el tejado de la casa esperando el momento del crepúsculo puntualmente y pensé que quizás era más inteligente que todos nosotros, cuando el sol se escondía por completo bajaba del techo y se metía a la casa o se devolvía al bosque de donde había llegado. Entendía lo que lo rodeaba. Sabía cómo trabajaba el fuego, reconocía su reflejo en los espejos y en el agua, sabía qué hongos no comer, sabía que los caballos eran también inteligentes y por eso los mantenía en su lugar con la zarpa , entendía la fragilidad de los corderos y los cachorros al nacer, entendía también que los perros solo hacían su trabajo y por eso no les tuvo miedo.

Siempre hablaba con mis animales, era parte del cuidado que les brindaba, así me reconocían, así sabían que me importaban. Con Sator también empecé a hablar, pero con él hablaba cosas que con ningún otro animal podía hablar, ni siquiera con otros humanos. Sator sabía lo que hacía cuando iba a la ciudad, Sator sabía de quién había sido la casa en la que vivíamos, Sator sabía que prefería estar sola que en compañía de malos hombres, Sator sabía que no quería hijos porque ya no podía tenerlos pero en realidad sí los quería, Sator sabía que no tenía a nadie más.

Sator lo sabía todo hasta donde yo sabía.

Tras haber estado varios meses en la casa y haber tomado un papel tan activo en el manejo del rancho, Sator comenzó a ausentarse cada vez más. Comenzó yéndose solo un día, por las noches. Me dejaba siempre en el sillón frente a la luz de la lumbre debilitada de la sala, donde solía quedarme siempre dormida. Abría la ventana y se iba sin apuro; con los días supo que yo lo veía y no intentaba disimularlo.

Las siguientes huidas duraron semanas.

Un mes después de haberse ido por última vez, los corderos murieron. Unos días antes de morir comenzaron a caminar en círculos, a tambalearse; el último día cayeron al suelo y los acabó una muerte fulminante tras varios minutos de movimientos convulsos; la madre murió arrinconada, con las mucosas amarillas, casi tan rápido como ellos.

Los caballos se habían tornado agresivos conmigo, Yago desenfundaba el pene y salivaba, se alzaba en sus dos patas traseras e intentaba asestarme con las pezuñas en la cabeza; Tami, tenía los ojos inyectados en sangre todo el tiempo y mordía descontroladamente la madera de la caballeriza, intentó morderme varias veces y aunque nunca le atinó a mis dedos me sentí traicionada. Menelao dejó de montar guardia y le veía de mal humor vagando por las periferias del rancho; una madrugada, cinco noches después de haberme quedado sin borregos, escuché los ladridos violentos de los tres perros, más rápido de lo que Sator se había ido alguna vez, salí de la casa y me dirigí a las perreras; ahí me encontré los pocos restos de los cachorros. Menelao mató a los cachorros de Kali, sin dejar uno solo íntegro, la incubadora era una carnicería. Kali, ya no perra, sino loba,  nos mostró los dientes a todos mientras intentaba recuperar los pedazos de sus hijos, no pudo hacer nada al respecto y en un frenesí de frustración eligió ir en contra de su primer hijo, Gánico; Kali era la más grande de los tres y, aún más limpia que la de su esposo, le asestó una única y atroz mordida a su hijo, los sostuvo unos segundos y lo quebró, Gánico pataleó sin poder vocalizar hasta que Kali se tragó su tráquea junto con su vida.

Salí de la perrera con las manos llenas de sangre, cargando como podía a Gánico pero su peso me ganó y caí de rodillas. No hubo llanto, solo sollozos ahogados por no poder creer lo que había pasado, por no entenderlo. Acariciaba a Gánico pidiéndole que se levantara, que hiciera un ruido.

Desde el techo de la casa, bajo la luz de una luna anaranjada, hinchada, vi la silueta de Sator mirándome fijamente y sin moverse. Conocía bien sus gestos, los pocos que demostraba, sabía que gesticulaba alguna clase de arrepentimiento en ese momento, pero la noche nunca me dejó verle el rostro.

Al día siguiente elegí un lugar especial en el rancho y quemé todos los cadáveres incluyendo los restos de ellos que pude encontrar. Menelao se posó a mi lado mientras los demás ardían, no volvió a moverse de ahí en todo el día.

Los caballos no comían. Se habían calmado, pero ahora solo apuntaban con la cabeza baja hacia los muros de sus respectivas caballerizas. Permanecí unas horas intentando llamar su atención para lograr que comieran algo. Me dejé caer rozando la espalda contra la madera y no miré sino al vacío pensando en la sangre de anoche y en los ojos de Sator. Cuando llegó el crepúsculo escuché como ambos caballos cayeron, casi uno después del otro, azotando contra el suelo. 

Tenía ganas de prenderme fuego a mi misma y echarme junto a todos los demás a la pira, pero Sator volvió antes.

Desde el sillón, con la lumbre encendida, le insulté, lo llamé desgraciado, lo nombré maldito con todo el horror que tenía aún transitándome las tripas, le lloré por habernos dejado, lo culpe por la muerte.

Seguí llorando y me quedé dormida sin haber hecho otra cosa en todo el día; eventualmente escuché a Sator abriendo la ventana, abrí los ojos un poco pensando que fingiría no saber que lo veía como las veces pasadas pero esta vez me miró antes de salir. Me levanté, no me molesté en ponerme algo para abrigarme y lo seguí sin cerrar la puerta. Pasé a un lado de Menelao, quien seguía en el mismo lugar, en donde probablemente había dejado de respirar horas atrás.

No me importó seguir a Sator dentro del bosque descalza. No me importa nada más. Los demás ya estaban muertos, nada peor que seguir viviendo más tiempo y saber que los perdí.

El sendero que pautaba Sator se volvía cada vez más intrincado, había más ramas estorbando o más espinas rasgándome la ropa o más tierra llenándome los pies. Me tenía que empequeñecer para atravesar los arbustos por los que Sator se deslizaba. Fui perdiéndole el rastro hasta quedar completamente a oscuras dentro del bosque. 

Recordé las ascuas de mi lumbre cuando más adelante de mí el cielo se iluminó con chispas azules que brevemente bailaron opacando a las estrellas. Fijé mi rumbo y seguí las luces. Pronto vinieron lejanos tambores que a cada paso hacían temblar más la tierra, después los cascabeles siniestros de múltiples sonajas, ardían en mis oídos percusiones que no había escuchado nunca y mi piel era como un cristal que se rompía cuando las llamas del fuego cantaban como los violines. Escapé de la maleza y llegué a un pastizal donde tenía lugar una lumbre gigante de un color que no conocía y por encima de los dedos del fuego una esfera que se tragaba toda la luz. Los cascabeles se me metían por los oídos y llegaban a mis huesos, hacían que se me movieran sin que yo lo quisiera y así me acercaban poco a poco a la gran fogata. 

No tardé mucho en ver las siluetas que bailaban a su alrededor, con enjundia, con dádiva, los gatos que había perdido meses atrás danzaban en dos pies a las faldas del fuego más aterrador que había visto, y en ese fuego vi sus ojos, los de Sator, que conmigo nunca había tenido voz, rugía en llamas. Los gatos no cesaban el baile y a cada vuelta que daban a la esfera que flotaba sobre Sator sus llamas crecían y las chispas azules volaban violentas como queriendo comerse a las estrellas y los tambores y las sonajas llegaban más profundo.

En cada vuelta, los gatos le entregaban algo a Sator, yo no podía verlo, pero Sator crecía y se acercaba más y más al cielo, justo donde la esfera continuaba consumiendo la luz.

Entonces ya bailaba yo también con ellos; frente a mí, el fuego de colores inciertos, al que con cariño había nombrado Sator, incineraba todo lo que yo sabía y así él crecía y crecía. Mi cuerpo se sentía agotado pero yo seguía bailando y girando alrededor de las llamas con todos los demás.

Sator se había alzado tanto que pudo alcanzar la esfera y el cielo se llenó de sus partes, un millar de estrellas consumieron a las anteriores y llenaron el cielo de luces incomprensibles.

Sus ojos aparecieron en el firmamento con la forma de un universo que había estallado un millón de veces. Se posó encima de mi pecho, con el peso de todas sus estrellas, y me habló con su verdadera voz para decirme que nunca sabría de dónde venían.

Alonso García

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