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Sara

Aug 20, 2024

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Sara
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Yo sabía que ella iba a volver, aún cuando todavía no se había ido. No sé cómo lo sabía, pero lo sabía, era una certeza. La única certeza de una niña de 9 años: la muerte no existe, la abuela va a volver. 

La certeza no hizo que el llanto fuera menos, pero si el dolor. Podía ver algo que los demás no; la abuela no se iba del todo para mi. 

Se apagó. Como una luz que se quema, como una hornalla que se cierra, como una canilla sin agua. Se quedó sin color, como una flor que se pudre en una frasco con agua vieja y turbia, llena de moho. Perdió nitidez, como una foto borrada por la humedad, harta de estar escondida esperando a que alguien la vea. 

La primera vez que volvió yo ya no recordaba que me había jurado a mi misma que iba a regresar, que no se había ido a ningún lado. 

Estaba sentada sobre los ladrillos que dividían la que fuera su casa del resto del mundo, una pared de menos de un metro de alto que cercaba el frente. 

Una brisa me hizo dar la vuelta, no por completo, sólo la cabeza; y ahí la vi, metida en su patio, entre las flores de su jardín ya marchito, sumamente furiosa. 

—¿Abuela? 

—¡Querida! y sí, ¿quién más va a ser? Si acá no cuidan una mierda. Tuve que volver a acomodar estas plantas, ¿no ven que se mueren? 

—Abuela disculpa la pregunta, pero ¿qué carajos haces acá? 

—Arreglar las plantas mi amor, ya te dije. ¿O vos tampoco ves que se mueren? Vamos querida, con esos ojos tan lindos como el color de las hojas ¿y no podes notar que está todo muerto?

—Abuela vos estás muerta, más que las flores a decir verdad. Te moriste hace cuatro años, vi como te metían en un cajón bajo tierra. 

—¡Ma si! qué importa eso ahora Almendra, yo no me puedo pudrir más, ya lo dijiste vos; llevo más de cuatro años muerta, pero aún puedo salvar este jardín. 


Sara en realidad no era mi abuela. Era la abuela de mi madre. Guardia y guía de una familia rarísima, llena de secretos y dolor, empezando por ella. Una familia tan rara que tenía la capacidad de hacer revivir a un muerto solo para arreglar un patio. 


—Y decime mi amor, ¿qué haces vos sentada acá afuera? ¿Qué esperas? 


Sara siempre fue cómplice y confidente cuando se necesitó, terca y fuerte cuando hacía falta, dulce y cálida cuando te envolvía en un abrazo. Una vieja muy viva, aunque ahora esté muerta. 

Me limpié las lágrimas, me soné los mocos mirando para otro lado y con una sonrisa completa le dije —Nada abuela, sólo estaba de paso. 

No me creyó nada. Lo supe en el preciso momento en que las palabras salían de mi boca y pasaban a formar parte del aire, pero la vieja se hizo la sota y no dijo nada, sólo asintió con la cabeza como alguien que sabe que lo que le están diciendo es mentira, pero menos averigua Dios y más perdona. 


La segunda vez que apareció ya no estaba sola, Paco se le había unido. 

Era de mañana, mis hermanos dormían, mis padres trabajaban. Me bajé de la cucheta de un salto y recorrí el pasillo que conectaba las habitaciones de la casa entredormida, buscando a tientas la puerta del baño, intentando no hacer ruido. Salí del baño, cruce el living comedor buscando un vaso de agua en la cocina y ahí estaban, sentados en la mesa rectangular vieja, tan vieja que tenía las patas en diagonal, las puntas afiladas. Miraban los dos por la ventana hacia el patio y cuando me escucharon venir, dieron vuelta sus cabeza como dos lechuzas. 

—¡La re puta madre, me van a matar de un infarto! — me salió sin pensarlo, agarrándome el pecho como haría cualquiera al ver dos muertos sentados en la mesa de su casa. 

—No querida que sos muy joven para venirte con nosotros, por eso venimos a visitarte, para que vos no tengas que ir. — dijo Sara riendo. 

—Buena manera de recibir a tus abuelos, ¿no te parece? — fueron las palabras de Paco mientras se paraba de la silla con los brazos abiertos, como quien se alista para recibirte en un abrazo. 

Mi abuela corrió la silla de la cabecera, haciendo un gesto de que me siente. Procedí, con mi vaso de agua en la mano. 

—¿Cómo estás hoy Almendrita? ¿Por qué no estás en la escuela? Siempre me gustó esta casa, que buen gusto el de tus abuelos Osvaldo y Pechi. Nunca me acuerdo el nombre de Pechi, espero que me sepas disculpar por tutearla porque tanto no la conozco. 


Sara hablaba y Paco sólo miraba todo a su alrededor, como intentando retener esa imagen para siempre. 

—Estoy bien abuela, gracias. Perdón por el grito de recién, pero no me esperaba encontrarlos aca. Son vacaciones, por eso no estoy en la escuela. Juanita se llama mi abuela Pechi, Juana en realidad, pero nadie le dice así. Les puedo preguntar ¿qué hacen acá? no es que no quiera que me visiten, pero imagino que no es tan fácil llegar desde la muerte hasta esta casa, así que a algo vendrán. 


Cuando terminé de decir la última palabra la abuela me miraba con una ceja arqueada, como quien escucha atentamente cada letra que se dice y también las que no. 

—Venimos a visitarte, ya lo dijiste vos. 

—Está bien ¿es solo eso entonces?

—No creeré jamás que visitarte sea sólo eso, pero si para vos no significa más nada…

Y se esfumó, ofendida, como un viento frío de esos que dan la sensación de que la piel se va a cortar. Si tuviera que ponerle un color a ese preciso instante, elegiría el gris de las cenizas. 

Se había enojado en serio, tanto que no volvieron por mucho tiempo. Hasta que una tarde me encontró haciendo ruido en mi cabeza, queriendo llorar a escondidas en el fondo de su casa.

Hay una ventana en el costado de la casa de mi abuela Sara que nunca pude comprender. Desde afuera, la ventana apunta directo a la cocina. Desde adentro, la ventana apunta a una pared de ladrillos. Una ventana inutil. Ni siquiera entra luz por ahí, porque la distancia entre ella y la pared lindante está techada. De grande entendí que ese lugar podría haber sido un futuro garaje, pero mis bisabuelos nunca tuvieron auto ¿Para qué iban a querer un techo que refugie un auto, si no tenían auto? 

Lloriqueaba sentada en el jardín de su casa vacía, hasta que, como siempre, me harte de mi misma, me sequé las lágrimas, me paré y pasé por al lado de la ventana inutil. Ahí los vi. Sentados, tomando mate, uno a cada lado de la cocina a leña, ambos mirando a la ventana que no sirve. Me paré en seco. No sabía si ellos me veían o no. Creí que sí luego de unos segundos porque escuché un —¡Entrá nena! — seguido de un sorbo de mate que se quedó sin agua. 

—Te dije que era ella ¿quién iba a ser sino, Paco? 

—Tenías razón, es la única que nos visita. 

—¿Cómo estás querida? Sentate, agarrá una silla y sentate. 

Con el retumbe en la cabeza de — es la única que nos visita — de Paco, la instrucción de agarrar una silla y sentarme de Sara, y la desorientación de la imagen que estaba viendo, en automático, me senté con la boca abierta, como si el maxilar inferior se me cayera sobre las cosas que creo y las hiciera pedazos; hasta que me acordé. Yo ya los había visto, no era la primera vez, no tenía por qué asustarme ni estar con cara de estúpida. 

Paco me alcanzó un mate. Cuando estiré el brazo para agarrarlo todo explotó. 

—¡No Paco! ¡No le podes dar eso! ¡¿No te das cuenta de lo que haces?! ¿O acaso no te acordas que estás muerto, viejo boludo? 

Quedé helada con el brazo estirado, la mano en C lista para tocar el acero caliente enchapado, pero la abuela le había dado un cachetazo en cuanto notó que Paco me convidaba un mate y yo lo agarraba. 

—¡Nos vamos ahora! — gritó. Y bajando el tono de voz, mirándome aún petrificada, con un beso en la frente —Chau querida, nos vemos la próxima. 

Las lágrimas me recorrían la cara, hasta suicidarse en la terminación de mis contornos y yo no entendía por qué. 

Una mañana de julio mamá me dijo al pasar, con una sonrisa 

—Hoy vi a la abuela Sara. 

Algo se me rompió dentro. Agradecí no estar loca, saber que alguien más tenía apariciones sin sentido de mi bisabuela muerta hace años, me dió paz. En todo caso no era sólo yo la incoherente, no me estaba por morir de un tumor cerebral que me hacía alucinar que la abuela se sentaba en la cocina de mi casa y la suya. También me puso triste y ese día conocí a mi ego: ya no tenía exclusividad, ya no era la única que veía a la abuela, no era una excepción a la regla, no tenia ningun poder ni aura extraordinaria que hiciera que mis bisabuelos volviera desde la muerte sólo para saludarme. Era una preadolescente común y corriente, que veía a sus bisabuelos muertos, pero que no era la única que los veía. 

¿Todavía la ves mamá? No me atrevo a preguntarte. Nunca más supe como tocar el tema. De vez en cuando sólo te digo que soñé con ella y que la extraño, aunque siempre la tengo cerca. Como quien dice ¡pucha, qué pena que la abuela no esté viva ahora! ¡pero que bueno que aún la recordamos! 

Tu respuesta siempre es la misma, me mirás con cara anonadada, con los ojos llorosos de saber que en cada palabra que digo pensando en ella, hay un amor que no puedo explicar ni con todos los diccionarios del mundo. La respuesta durante tantos años ha sido que no sabés por qué la tengo tan presente. 

La mañana en que me dijiste que la habías visto, sin pensarlo demasiado te repregunté, como si no hubiera escuchado bien, como si cuando dijiste Sara me hubiera quedado sorda

—¿Eh?

—Si, hoy vi a la abuela Sara. 

—¿Vos también la ves? ¿Dónde? 

Y todo mi entusiasmo por saberme una persona racional y sin tumor cerebral se fue tan rápido como vino con tu respuesta. 

—Si. Estaba bellísima, andando en su triciclo. 

No tardé en notar que lo que me contabas era un sueño. Habías visto a la abuela Sara sí, pero en un sueño. Yo no la veo en sueños mamá. La abuela Sara viene y se sienta en esta misma mesa y mira por la ventana las flores del cantero y celebra que tu otra hija se llame como una flor. Y se enoja conmigo a veces, sin que yo sepa por qué y se va y no vuelve más por muchísimo tiempo y no sé como hacer para pedirle que aparezca, que no era eso lo que le quería decir, que le pido perdón. Entonces me quedo sola en la cabecera de esta mesa de mierda que odio porque me choco siempre la punta con la cadera y lloro. Lloro como una nena que conoce la muerte por primera vez cuando ve a su bisabuela internada en la cama de un hospital, con un botoncito cerca —Por las dudas de que tenga que llamar a la enfermera, pero ahora no porque estoy bien — decía. Lloro como quien anhela que alguien lo vuelva a mirar con esos ojos, desbordantes de dulzura y de firmeza, porque el amor necesita de las dos cosas para sostenerse. 

El único ganador de esa conversación fue mi ego, que se supo victorioso de ser tan magnífico en la vida que hasta un par de muertos se levantaban de la tumba y venían a visitarlo, pero también le duró poco. 

Mi padres trabajaban ambos de mañana. Mamá mañana y tarde en realidad, papá a veces todo el tiempo, a veces sólo a la mañana. Mis hermanos eran aún bebés, no tenían edad suficiente para un jardín; así que decidí que lo mejor era cambiarme de turno en la escuela. Las mañanas las pasaba en casa como niñera de mis hermanos y pasado el mediodía mis padres me relevaban cuando debía irme a la escuela. 

Iba y volvía sola, eran unas cuantas cuadras, pero no tenía quien me llevara. Así le tomé el gusto a caminar. 

Una mañana mi hermana con nombre de flor se levantó corriendo a abrazarme con muchísima velocidad, intentando no llegar tarde al abrazo, no demorarlo, no olvidar que debía dármelo. Cuando me agaché a darle un beso, sin soltarla, me dijo: —Te lo manda la abuela Sara, me pidió que te lo dé.

 Y se fue, salió corriendo a buscar a su hermano que jugaba con un pingüino de peluche. 

Para entonces ya tenía la idea de que era más grande que la edad que llevaba, así que había decidido olvidar las apariciones de la abuela. Me decía a mí misma que eran mentira, que yo me lo había inventado. Eran sueños y como era chica decía cualquier pavada. 

No era de adulto creer que la abuela muerta se aparece a saludarte. Los adultos no creen en fantasmas, saben que no existen y que los muertos se quedan en el cementerio. 

Sara se ocupó de recordarme que no, que los adultos también se equivocan. 


—¿Sabe usted por qué anda tan mala la Sara? 

—Dicen que es algo de la bisnieta, la Almendrita. Me parece que no la quiere ver más a la Sara. 

—¡Nooo! ¿Como así? Si la Sara iba seguido a visitarla, hasta lo llevó al Paco dos veces. ¿Sabía usted que el Paco no es el bisabuelo de la criatura? 

—¿Qué dice? Cómo no va a ser el Paco el bisabuelo de la Almendrita si ha pagado el precio de ir a visitarla. Eso no se paga por cualquiera. Además yo no le conozco otro marido a la Sara. ¡Neli, vení para acá, escuchá lo que dice el Héctor!

—¡Voy Rosa, voy! 

Los viejos de pueblo, aún muertos siguen teniendo las mañas, como los perros. Se juntan en ronda, ponen el agua para el mate y mientras esperan se cuentan el chisme del año, como quien no quiere la cosa. Y no vaya usted a pensar mal, no es que ellos no le quisieran preguntar a la Sara qué le pasaba; es que la vieja andaba tan mala que no se le podía ni respirar al lado, aunque creo que los muertos no respiran, no sé, igual usted me entendió. 

La Neli se tomó un mate, se acomodó en la reposera y recién ahí preguntó:

—¿Qué dice el Héctor, Rosa?

—Dice que el Paco no es el bisabuelo de la Almendrita, la bisnieta de la Sara. 

—¡Naaa! No puede ser verdad eso ¿de dónde ha sacado semejante cosa usted Héctor? 

Héctor ya no prestaba atención a la conversación, sólo miraba a Sara a lo lejos, con un pena tan grande que la rodeaba. 

—¡Héctor! ¿de dónde ha sacado eso? 

—Yo lo único que sé, y saquen sus propias cuentas, es que el Paco no tuvo hijos. 

Y don Héctor se levantó y se fue, sabiendo bien de quién era el hijo de Sara que Paco no había engendrado, pero que sí había criado. 


La abuela volvió una noche que yo no paraba de llorar, ahogando el ruido en la almohada. No la vi, simplemente sé que estuvo ahí. Se arrodilló al lado de la cama, posó su mano de dedos largos y huesos marcados en mi nuca, dejó un reloj a cuerda en la mesa de luz y se fue. 

Creí que lo había soñado, que me había dormido en medio del llanto, pero cuando me levanté a la mañana siguiente mi madre me preguntó dónde había encontrado el reloj de la abuela Sara. Me dijo que creyeron que el reloj estaba perdido o se lo habían robado y la abuela para evitar una escena, prefirió no decir nada. 

No sabía qué decirle, así que le dije la verdad, sabiendo que mi madre se reiría pensando que era una mentira infantil.

—Simplemente lo soñé y apareció. Soñé que la abuela me lo traía y cuando desperté estaba ahí. 

Nunca supe si me creíste o no Ma. Recuerdo que me hiciste una sonrisa al escuchar la respuesta, pero por alguna razón nunca te atreviste a tocar el reloj de la abuela. 


Nací a finales de los 90’. Para mi los relojes funcionaban con pilas pequeñitas, pero este no. Cuando lo abrí no encontré el lugar donde iba la pila, no existía. Así que creí que en realidad era una pulsera con forma de reloj, un adorno. 

No pude con mi genio, no tenía sentido que me dejaras un reloj que no marcaba el tiempo. Algo más tenía que ser. Decidida a averiguarlo, le pregunté al ser humano que me debía más de una respuesta, aunque yo todavía no lo supiera. 

—¡Hola abuelo! ¿como estas? bien bien ¿puedo ir a tu casa hoy? bueno, después nos vemos entonces. Chau, te quiero. 


Mi abuelo fue hijo único, de una madre única. 

Nadie en mi familia lleva el apellido que corresponde, según las reglas. 

Nadie en la familia sabe qué apellido nos correspondía, salvo yo que lo descubrí como a la mayoría de las cosas, a los golpes y sin querer. 

Nadie en la familia quiso conocer al tipo que decidió hacer como que no conocía a mi abuela Sara embarazada de él. 

—Abuelo, tengo una pregunta ¿cómo saben los relojes qué hora es? 

—Eso es porque son muy inteligentes y tienen muchos dientes. 

—¿O sea que yo voy a saber menos cosas por que me faltan dos dientes?

—No, vos vas a aprender más cosas que todos nosotros, porque tenés más espacio para guardarlas. 

—Pero vos tenés todos los dientes ¿dónde guardas todas las cosas que sabes? 

—Es porque son de mentira, me los puedo sacar cuando quiera. Los uso para esconder las cosas que sé y no quiero que me roben. 

—Bueno, está bien. Te creo. Pero todavía no entiendo lo del reloj. 

Al final el abuelo me enseñó que algunos relojes no necesitaban pilas, sólo que les dieras cuerda y los usaras. 

Nunca le dije del reloj de su mamá. No quería que me lo pidiera y se lo quede. La abuela me lo había dejado a mí, no a él. Algo tenía que significar. 

Aun así, no he usado ese reloj. No me atrevo a perderlo o que se rompa. Tampoco uso un prendedor que era de la abuela, que probablemente la familia se entere que tengo en mi poder desde hace años, recién cuando lean estas páginas. 

La abuela no tenía grandes cosas de valor. Nunca fuimos una familia sobrada económicamente por lo visto. Aun así imagino que la abuela la debe haber pasado muy mal en su juventud. Si en el siglo XXI es difícil ser madre soltera, no hay mucho más para agregar que el dato de que fue madre en el 45. Una verdadera hereje. 

Decía, la abuela tuvo pocas cosas materiales. Su casa siempre tuvo lo justo. Ni un mueble de más, ni un mueble de menos. Cuando falleció descubrí que en su paquetería tenía tres cositas que quería mucho y le habían costado sacrificio económico: un reloj de pulsera a cuerda, un prendedor de pavo real y un par de aros de oro. 

Para cuando mi abuela decidió irse por primera vez, mi madre estaba peleada con sus padres hacía unos cuantos años. No nos hablábamos casi. Recuerdo pensar en medio del velorio, con el cuerpo de la abuela en el cajón, esperando que llegara el cura, cuánto tiempo hacía que mi mamá no se sentía hija y por consiguiente, cuánto hacía que yo no era nieta de esa gente que sabía quien era, pero no me conocía en lo más mínimo. 

Durante muchos años decidí no llamarlos abuelos. Cuando alguien me preguntaba por ellos o me decía algo que los relacionaba, contestaba fríamente diciendo 

—No sé, hace mucho que no veo a los papás de mi mamá. 

Es que yo había visto tantas veces odiada a mi madre, haciendo malabares. Creo hasta el día de hoy Ma, que nunca se dieron cuenta realmente de cuántas cosas ya podía entender en aquel entonces. No te culpo, los adultos en general creen que los niños no notan algunas cosas en su ingenuidad, y olvidan que su ser niños los hace entenderlo todo. 

Con la abuela ya enterrada y el velorio terminado, empezaron de nuevo los problemas: quién hereda qué cosa, quién se va a vivir a su casa, quién se hace cargo de Paco, dónde llevamos la ropa… 

¿Cuánto cuesta realmente una muerte? 

¿Sale lo mismo morir en una familia que en otra? 

¿Todos vamos a pelear en algún momento para ver quién se queda con el último clavo que hay en la pared mientras el cuerpo del cajón aún está tibio? 

Paco me hizo conocer la muerte dos veces. 

La primera fue como una astilla que nunca pude sacar. La segunda fue de verdad. 

La mañana en que falleció la abuela Sara, yo estaba sentada en la pieza jugando con mis hermanos. 

Recuerdo a mi mamá atender el teléfono fijo. Luego mi madre llorando como nunca en su vida. Mi papá viniendo a la pieza a decirme 

—Falleció.

Sin ningún dato más. Mi llanto silencioso, mi hermano de apenas 1 o 2 años dándome su juguete favorito y diciéndome, en su escueto vocabulario: no estes triste. 

Yo sabía desde la noche anterior que la abuela se iba a morir. Lo sabía porque hacía una semana que Sara estaba en una cama de hospital y hasta ese día no me habían permitido ir a verla. Lo sabía porque la noche antes de morir pidió que fuera a saludarla. 

La vi pálida, en penumbras, dolorida, pero con una sonrisa cuando pase el ojal de la puerta. 

No le hablé. Cuando no hay mucho más para decir es mejor quedarse callado, no sé por qué la gente le tiene tanto miedo al silencio. 

La abuela sí me dijo algo, justo cuando me acerqué a darle un beso para despedirme. Como un susurro en el oído, un secreto bien guardado, como una brisa que dura sólo unos segundos, como la luz de un faro a punto de apagarse.

—Te amo mucho. Para vos no me voy a ningún lado. Cuidate. Yo siempre te voy a estar mirando. Andá que a las dos nos esperan en distintos lugares. 

La astilla que nunca pude sacar llegó la mañana que falleciste abuela, cuando tuvimos que entrar a tu casa para decirle a Paco. 

Creo que nunca más tuve la misma sensación. Prefería que él también se hubiera muerto a verlo así. 

Nadie le dijo nada. Pasamos la puerta y en un llanto terrible pero tranquilo dijo

—Ya sé. Ya me di cuenta que se fue. 

¿Cómo podía Paco saber desde la otra punta del pueblo que ya no estabas abuela? Ahora lo sé. Como tantas veces te apareciste frente a mí, debes haberlo hecho con él, sólo para avisarle que estabas bien. 

Paco falleció muy poco tiempo después. Cumplió con su augurio; sin vos se moría de viejo, de tristeza y soledad. 

Fue cuando ya habían fallecido los dos, el día que me levanté a tomar agua y estaban sentados en la cocina, el día que Paco no hablaba, sólo miraba. Ese día te fuiste enojada, pero me dejaste sobre la mesa el prendedor de pavo real. Lo debes haber apretado mucho en el enojo, porque tiene la patita partida. 

No me animo a llevarlo a arreglar. Me da miedo que se les caiga o algo y me lo devuelvan peor, prefiero conservarlo así, como un prendedor que no prende, como tu ventana, siempre inútil. 

Todavía recuerdo como se veía tu casa abuela. Creo que la niña que fuí se quedó a vivir ahí, parada en el tiempo. Por eso me regalaste un reloj a cuerda, un reloj que sólo sabe medir el tiempo si yo quiero que lo haga. 

La puerta color verde claro, también los postigos de madera. Las paredes blancas. La reja del costado entre negra y oxidada. 

Tu piso bordó. El tele rojo pequeñísimo en el rincón frente a la puerta, al lado de la ventana inútil. 

La mesa larga, blanca con rojo. Las sillas haciendo juego. 

La Istilart a leña en medio de la cocina. A la izquierda un aparador color algarrobo que ocupaba toda la pared. Arriba del aparador una radio antiquísima y una lata de galletitas. 

Un tragaluz en el baño. 

Un excusado a mitad del patio. 

Una bomba de agua al lado de tus plantas. 

Un gallinero. 

Tus calas siempre blancas, con el centro amarillo. Los malvones y geranios de colores. También petunias y hortensias. 

La última vez que vinieron a visitarme mis bisabuelos no me asusté. Pasando los veinticinco años dejaron de darme miedo los fantasmas de los muertos para empezar a darme temor las sombras de los vivos. 

—¿Cómo estás querida? Esta vez sí que nos costó llegar. ¡Que lejos te viniste a vivir! Va, que voy a decir yo de la distancia. ¡Qué humedad que hay acá, por favor!

—Hola abuela, los extrañaba mucho. Perdón por hacerlos venir hasta tan lejos. 

—¡Aaaah mi Almendrita! ¡Al fin entendiste cómo es esto!

—Sí abuela, me llevó algunos años, pero algo aprendí. Mejor tarde que nunca, dicen.

—Así es querida, así es. ¿Cuál es la pena que te hizo traernos de regreso por un rato? ¿Que duele tanto que los abuelos tienen que venir desde tan lejos? ¡Que cosa enroscada los vivos mi amor! se dicen tan poco entre ustedes y lloran tanto por lo que no pueden decirle a los muertos. 

—No hay pena abuela que me haya hecho traerlos hasta acá. 

—¿Cómo que no querida si te veo llorar? 

—Es cansancio abuela, no te preocupes. ¿Ustedes cómo están? 

—Muertos mi amor, muy embolados de estar muertos. Así que te agradezco el paseo, pero decime la verdad ¿Por qué nos trajiste? 

—Está bien. Sólo quería mostrarte dónde guardo tu reloj. 

A los muertos no se les puede mentir mucho tiempo, sobre todo si aún muertos son medio vivos. La abuela Sara nunca fue lenta para darse cuenta de las cosas, pero de todas formas  dejó que entendiera a mi tiempo que el  reloj era eso, una señal de que puede venir siempre que la llame, pero a mi me falta tiempo para encontrarla. 


Paloma Meaca

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