Sangre y honor: la historia de mi cuchillo nazi
Sep 14, 2025

Dice la tradición que a un ser querido no debería regalársele un cuchillo porque su filo podría terminar cortando el lazo que los une. Por eso, se recomienda que, cuando alguien te regala un cuchillo, le des a cambio algunas monedas o billetes (en cantidad simbólica, insignificante) para disfrazar el regalo y que parezca que efectivamente lo estás comprando. Es una forma de evitar el maleficio.
Vengo de una familia muy de campo. Mi padre era un veterinario rural —luego devenido en médico clínico de pueblo— que se pasó gran parte de mi infancia en la manga haciendo tactos rectales o arreando vacas a caballo con los perros. Mi madre, su media prima, es de la capital nacional del gaucho. En muchísimas fechas en las que los niños reciben regalos, me regalaron (o “vendieron”) cortaplumas, navajas o cuchillos de campo. Algunos fueron muy especiales para mí, como el que me dieron en mi comunión, con mi nombre grabado en la hoja. Los conservé hasta que la erosión de mis constantes mudanzas y fletes los fue devorando.
Mi viejo siempre estaba con un cuchillo en la cintura. Mi abuelo también. Entre ellos no había una gran relación. Mi abuelo solía ubicarse en la mesa familiar, cercana a la parrilla, para desarrollar largos monólogos sobre la historia nacional, la Campaña del Desierto o los grandes combates por la independencia. En el medio, expresaba opiniones tradicionalistas y conservadoras sobre la actualidad. Mi padre era bastante revolucionario y no soñaba con otra cosa más que con la prohibición del latifundio y la reforma agraria. Las discusiones, después de las primeras copas de vino, eran sanguinarias. Willy, mi abuelo, no dejaba hablar a nadie, y mi padre no estaba acostumbrado a quedarse callado. Mala combinación.

La marca del fabricante, C. Jul. Herbertz, originaria de Solingen.
Nuestra casa era una quinta de arboleda tupida, con un terreno amplio, en una zona semirural junto a la Autopista Panamericana. Desde la ruta se podía ver el molino asomarse entre las copas. Si bien se llamaba Los Manzanos, como indicaba el cartel que pendía sobre la tranquera, lo que primaban eran los nogales. Vivíamos con diez perros que salían a morder los neumáticos de cuanto auto se asomara.
En la mesa de los domingos, mi abuelo me pedía que me sentara junto a él y me preguntaba cómo estaba yendo el rugby. Odiaba el rugby, por eso le mentía. Yo era el mayor de sus nietos y se suponía que había cierto legado en traspaso en el que no quería fallar.
Willy era un hombre de ceño fruncido, mal humor y pésimos tratos. Chomba oscura ajustada y cinturón de hebilla de hierro sosteniendo tirante su barriga. Era de esos abuelos parcos cuya sola presencia corregía el comportamiento de los niños. Ser víctima de sus retos era algo que no se olvidaba tan rápido. Había crecido en un hogar entre once hermanos y tenía la sensibilidad de una viga de hormigón.
Algunas veces se ofendía por los intercambios que surgían en las discusiones que tenía con mi padre. Eso le servía de excusa para ir a buscar los palos de golf a su auto y practicar tiros en una explanada que había en el patio. Cuando pasaba eso, me invitaba a aprender. Pegarle fuerte a esos misiles que eran sus Wilson me entretenía, pero para él era un arte aparte.
Después de los doce años no agarré nunca más un palo de golf y dejé de pedir cuchillos para empezar a pedir CDs de bandas de música o camisetas de fútbol. Mi relación con él se extinguió. El vínculo suyo con mi padre y con mi madre también se deterioró, y dejé de verlo con la frecuencia que había caracterizado a mi infancia.
Años más tarde, cuando terminé el colegio y empecé la universidad, volví a encontrarme con él. Esta vez no como el nieto que se sentaba a escuchar sus monólogos, sino como alguien que convivía bajo su techo algunas pocas horas de fin de día. Me mudé a la casa de mis abuelos en la Capital, donde el ambiente ya estaba marcado por la rutina de mi abuela y por la presencia constante de Willy, que se movía entre sus colecciones, sus recuerdos y sus obsesiones. Yo trabajaba en catering, hacía de todo: armaba pistas de baile en salones de fiestas de 15, lavaba ollas enormes, cargaba mesas. Llegaba tarde y cansado, y a veces nos quedábamos conversando en la cocina, donde él afilaba sus cuchillos mientras fumaba Parisienne con un método que parecía casi un ritual.
Willy cocinaba muy bien, pero con una particularidad: lo hacía solo para él. A veces, cuando yo volvía de la universidad, sobraba algo y yo podía saborear algún resto del manjar de turno mientras él limpiaba todo y escuchaba debates políticos, otra de sus grandes pasiones. Había llegado a ejercitarla en algunas oportunidades, en la municipalidad costera o en la secretaría de Educación de la Ciudad de Buenos Aires.
Las charlas que él entablaba siempre pretendían girar en torno a la actualidad política, pero yo prefería llevarlo a lugares donde, por lo menos, hablara de cosas que me interesaran. Su opinión de la actualidad me chocaba, pero sabía mucho de historia. Sobre todo de guerras, algo que siempre me divirtió mucho. Así que yo lo hacía hablar de Churchill y ahí me enganchaba.
Un día lo vi afilar un cuchillo que me llamó la atención. Lo afilaba sobre la mesa de su escritorio, al fondo de aquel departamento de planta baja sobre la calle Viamonte, en Balvanera. El puñal tenía el mango negro y se veía un brillo con forma de diamante. Sobre un rojo intenso, en el centro, había una esvástica. Cuando lo giró un poco bajo la luz, la hoja dejó ver una inscripción grabada en alemán. Lo guardó al finalizar la tarea de mantenimiento que estaba realizando con la amoladora y yo le pregunté si podía comer un poco de las lentejas que había preparado. Aceptó, pero me pidió que no me lo comiera todo.

Nunca más volví a ver ese cuchillo. Pasaron los años y la vida aceleró. Mi camino se escindió del de mi abuelo, a quien siempre me costó bastante volver a ver. Algo de su presencia autoritaria me seguía produciendo el respeto, o temor, de la infancia. No era un sentimiento que tuviera ganas de revivir, por lo que no lo visité más que para poder volver a mi abuela, Damasia, a quien siempre quise profundamente.
La salud de Willy se deterioró finalmente. Tenía una genética a prueba de todo. Su vida sedentaria, a base de Malbec y comidas grasas, no parecía tener consecuencia cardiológica. Pero el encierro pandémico lo consumió por otro lado. Su memoria enciclopédica, virtud innegable para cualquier rival de discusión que se le interpusiera en la exposición de su opinión, empezó a tambalear. Nombres de lugares o personas se perdían en lagunas que aparecían con mayor frecuencia.
Y yo nunca me olvidé de ese puñal. Por eso, hace seis meses, hablando por teléfono con mi abuela, le pregunté si sabía algo de un cuchillo nazi. Ella recordaba vagamente que, una vez, él le había comentado que un amigo suyo, un historiador inglés que había conocido en el Club Universitario de Buenos Aires, le había regalado algo así, pero que no tenía ni idea de dónde estaba.Con la autorización de mi abuela, recurrí entonces a mi madre para que, en alguna visita, aprovechara para chusmear y revolver. Yo prefería salvarme del reto si podía.
El plan funcionó y apareció la daga. Mi madre no tenía idea de que eso existía, tampoco sus hermanos. Por respeto —ya que técnicamente yo estaba cometiendo un robo a una persona que no tenía la capacidad de discernir, y eso me caía bastante pesado— les pedí permiso para hacerme de la pieza histórica, estudiarla y devolverla a donde correspondiera. Cuando todos me dijeron que sí, sentí que tenía que hacer algo. Más allá de la propia carga del objeto, estoy casado con una mujer judía. De hecho una de sus abuelas fue sobreviviente directa del Holocausto. La historia de su escape era tan épica que hasta la producción de Steven Spielberg la había entrevistado para recabar información. Apenas tuve ese cuchillo en mi casa, una de las primeras cosas que pensé —después de haberlo sacado de la casa de mi abuelo— fue que no debía guardarlo conmigo. Lo único que tenía sentido era devolverlo a donde correspondía.
Se lo llevé a un arqueólogo conocido, especializado en el tema, que a la vez es un amigo que admiro: Daniel Schávelzon.
Cuando la llevaba encima había algo que quemaba. Tenía un peso muy particular. Resultó ser un puñal original de las Juventudes Hitlerianas con vaina. El mango negro, con cachas de plástico a cuadros sujetas por remaches de acero, llevaba incrustado en el centro el emblema inconfundible: un diamante rojo y blanco atravesado por otro más pequeño, con la esvástica negra en el medio. El pomo metálico terminaba en pico y de la base nacía una guarda curva, como un gavilán. La hoja, ancha y de un solo filo, estilo caza, todavía conservaba una arandela de cuero en la base y, aunque gastada por los afilados, se podía leer la inscripción Blut und Ehre!: “Sangre y honor”. No era un cuchillo de cocina ni un facón de campo. Era un arma. Había sido diseñada y fabricada por Solingen con un objetivo preciso: ser símbolo de adoctrinamiento y, llegado el caso, instrumento de violencia para los más jóvenes.
Me parecía inútil conservarlo en privado y, menos aún, ético venderlo a algún fetichista pangermánico. En tiempos violentos como los que vivimos, donde ciertas sombras que se creían extinguidas vuelven a aparecer con frecuencia insólita, sentí que lo mejor era que ese cuchillo quedara a la vista de todos. Con la ayuda de Daniel, contactamos al Museo del Holocausto e iniciamos los trámites para donarlo. En julio lo entregamos oficialmente.
Meses después, una noche, mi abuelo murió. Al instante se me vino a la cabeza la historia del cuchillo: me pregunté dónde estaría y qué había sido de él. Al día siguiente le escribí a Serafina, la encargada del museo que nos había asistido, sin mencionarle la muerte para no comprometerla. Me respondió que justo la noche anterior había terminado de montarlo y que, desde ese mismo día, ya podía visitarse en la exhibición.

El puñal nazi donado por mi familia, exhibido entre piezas originales en el Museo del Holocausto de Buenos Aires (Montevideo 919, Ciudad de Buenos Aires).
Terminé de completar el formulario y envié el mail que formalizaba la donación. Después de todo el trámite, me quedó un pendiente en el aire y desde entonces me acompaña una culpa silenciosa. Siento que la próxima vez que visite la tumba de mi abuelo, en lugar de flores debería dejarle unos billetes, como devolución. Porque, como él mismo me enseñó, un cuchillo nunca se regala, y siento que le quedé debiendo algo.
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