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Sangre y fe

gabo

Jun 30, 2025

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Sangre y fe
Nuevo concurso literario en quaderno

 

La mañana comenzó con el murmullo de los mercados, el sonido de los burros tirando carretas, y las voces de las personas del pueblo que recorrían las calles. Era un día cualquiera en Capernaúm, una ciudad agitada a orillas del lago, bajo el sol ardiente de Galilea.

Pero para ella, no existían los días comunes. Llevaba doce años sangrando, doce años sin poder entrar al Templo, sin que nadie la tocara, sin poder abrazar a su familia. No tenía esposo, ni hijos. Los vecinos cruzaban la calle al verla. A veces, los niños le arrojaban piedras creyendo que así espantaban su impureza. 12 años de discriminación, de dolor ocultado bajo una sonrisa que se iba desvaneciendo con el pasar de los años.

La ley de Moisés era clara: una mujer con flujo de sangre debía permanecer apartada, todo lo que tocara era impuro, y quien la tocara también. Su vida era una celda invisible. Y para colmo, lo había intentado todo: médicos, hierbas, curanderos. Su dinero se había esfumado como el agua en las piedras, y su cuerpo se había vuelto frágil, como si el alma se le escapara gota a gota. La esperanza colgaba de un hilo, su vida estaba marcada por el dolor y la humillación, ya no recordaba lo que era ser feliz, mucho menos se sentía valorada y querida. Mas de 10 años deambulando por las calles buscando un milagro.

Pero ese día, algo cambió.

Un joven gritaba en la plaza: —¡Está aquí! ¡Jesús de Nazaret ha vuelto! ¡El que sanó al leproso! ¡El que hace caminar a los cojos!

Ella lo había oído antes. No lo conocía, pero su nombre encendía algo que no sentía desde hacía años: esperanza.

Tomó su manto viejo, se cubrió la cabeza como toda mujer judía, y salió sin que nadie la viera. El polvo del camino le raspaba las sandalias mientras caminaba entre la multitud. El gentío era enorme. Algunos traían ramas, otros enfermos en brazos. Todos querían verlo. Ella no quería ser vista. Solo quería tocarlo. Aunque fuera el borde de su manto, el tzitzit, ese pequeño fleco de lana azul que colgaba del talit de un maestro.

—“Si tan solo toco su manto, quedaré limpia”, murmuraba mientras empujaba entre la gente.

Los hombres se apartaban al verla. Algunos la maldecían. Sabían quién era. Una mujer “impura”. Pero ya no le importaba. Había vivido demasiado tiempo muerta en vida, demasiado tiempo de soledad. Ese vacío en el alma de sentirse inútil, ausente, como árbol que cae en un bosque y nadie escucha.

Entonces lo vio. Rodeado de discípulos y de la hija de un jefe de la sinagoga que pedía auxilio. Pero ella no podía esperar. Se agachó entre la multitud y, con las manos temblorosas, rozó su manto.

En ese instante, algo dentro de ella se rompió… y algo más se restauró. Sintió el cuerpo ligero, como si una carga invisible se hubiera desprendido. El sangrado cesó. La vergüenza se detuvo. El alma volvió a respirar.

Pero entonces Jesús se detuvo.

—¿Quién me ha tocado? —preguntó.

Los discípulos se rieron: —Maestro, todos te empujan. ¿Cómo puedes preguntar eso?

Pero Él insistió. Miraba en todas direcciones. La estaba buscando.

Ella cayó de rodillas. Temblaba. Tenía miedo. Si la gente se enteraba que había tocado al Maestro, podían apedrearla. Pero no podía esconderse más.

—Fui yo, Señor —dijo con la voz quebrada—. Tenía flujo de sangre… desde hace años… y creí que si tocaba tu manto…

Jesús la miró, y en sus ojos no había asco. No había ira. Solo ternura. La levantó con cuidado. Y con una voz tan suave que el alma se rendía al oírla, le dijo:

—Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz. Quedas sana de tu aflicción.

La palabra "hija" fue el milagro más grande. Porque en doce años nadie la había llamado así. No solo había sido sanada… había sido restaurada. En el alma, en la carne, y en la comunidad.

Y mientras el Maestro siguió su camino hacia la casa del principal, ella se quedó de pie, entre la multitud que ahora la miraba con otros ojos.

No era más la mujer del sangrado. Era la mujer de la fe.

 Epilogo

 A veces, como aquella mujer, también nosotros llevamos años cargando con dolores que nadie ve, heridas que no sangran por fuera, pero que nos debilitan por dentro. Como ella, nos sentimos impuros, cansados, descartados… invisibles.

Pero este relato nos recuerda algo poderoso: Jesús ve al que nadie ve. No se conforma con que alguien reciba un milagro en secreto. Él quiere mirarnos a los ojos, restaurar nuestro valor, devolvernos un nombre, una identidad, una dignidad.

No fue el manto lo que sanó a aquella mujer. Fue su fe. Y no una fe perfecta, sino una fe valiente, que se atrevió a tocar a Jesús cuando todos decían que no podía.

Hoy también Él sigue esperando en medio de la multitud… por los que se atreven a creer que basta con acercarse a Él.

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