Subrayo en mi mente: proceso lento, no lineal.
Pienso que es como cuando te lastimás y te dicen que para que sane, tenés que dejar que la herida respire, darle tiempo, no tapártela. Te decidís a sacar la curita rápido, sin pensarlo, de un tirón. Al principio, mirás y mirás ahí donde te hice daño. Todos los días esperás ver un cambio, aunque sea mínimo que dé cuenta de que se está curando, de que la paciencia es premiada, que la justicia también hace de las suyas en estos barrios.
El primer tiempo, no advertís ninguna mejora. Te sigue doliendo y pensás que no hay caso, que no sana más. Creés que es mejor volver a tapar la herida porque ya no la querés ver, te da impresión, sentís que así duele más. Cuando no te la ves, no te la ven y dejan de preguntarte "¿qué te pasó?" Contar la historia otra vez es contártela otra vez. Escucharla en voz alta es ponerle nombre, darle un lugar, volver a anidarla.
Hay otros días en los que sentís que ya estás sanando y torpe, distraída, te volvés a golpear con algo justo ahí, donde ya dolía. La herida supura, el proceso vuelve a empezar. De repente, cuando casi ya no lo esperás, llega ese día en el que te olvidás que ese dolor estaba ahí, que hubo un cuándo en el que en todo lo que podías pensar era en sanar. Te decías que era imposible, que no iba a pasar, que dolía demasiado.
El tiempo pasa, la cicatriz queda y le arrancás a tomar cariño. De tanto en tanto, víctima de la humedad o de algún golpe tonto y circunstancial, molesta. El miedo a volver a lastimarse así de fuerte donde ya dolió, prevalece. La marca permanente, ese dolor que supo hacerse carne, es un recordatorio constante pero ambiguo que me dice que si el miedo siempre está, la fuerza para volver a sanar también.
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