San Miguel de Tucumán despierta antes que el sol. Las calles aún húmedas por la neblina de la noche reciben los primeros pasos de aquellos que, sin prisa pero sin descanso, van tejiendo la trama de una ciudad que nunca duerme del todo. El ruido de los colectivos retumba en los adoquines de la calle 24 de Septiembre, y el murmullo de los vendedores ambulantes se confunde con el tintineo de las tazas de café en los bares del centro. El olor a facturas recién horneadas se mezcla con el humo de los autos, y en ese caos matutino, San Miguel empieza su ritual diario.
En la Plaza Independencia, bajo la mirada severa de la estatua de Belgrano, el tiempo parece haberse detenido. Los viejos se reúnen en los bancos, hablando de política, de fútbol, de cómo la ciudad ha cambiado y, al mismo tiempo, sigue siendo la misma. A un costado, la Casa de Tucumán, pequeña pero imponente en su historia, recuerda con su silencio que aquí fue donde todo empezó, donde se decidió que el país podía ser libre. Pero en San Miguel, el pasado no es solo una postal turística, sino algo que respira en cada esquina, en los edificios antiguos que se mezclan con el hormigón moderno.
El mediodía llega y la ciudad hierve. Las peatonales se llenan de vida, de compradores que recorren las vidrieras de los negocios en la calle Muñecas, buscando ofertas, o simplemente mirando. Los vendedores de limones y naranjas con su voz afónica, las mujeres apuradas que llevan bolsas llenas de ropa, y el eterno sonido de los charangos y sikus que los músicos callejeros tocan para quien quiera escucharlos.
En San Miguel, cada rincón tiene su historia. El bar Plaza, con sus sillas de madera y mesas gastadas, ha sido testigo de charlas infinitas, de conspiraciones políticas, de encuentros casuales que luego se vuelven parte de la vida de alguien. Allí, en las sobremesas, se mezcla la filosofía con la chismografía, y el vino con la nostalgia. A la vuelta, el Teatro San Martín, con su fachada solemne, recuerda que esta es también una ciudad de artistas, de poetas que se esconden entre las calles y que salen de noche a beber en los bares de Barrio Norte, donde la bohemia se vive a puertas cerradas.
El calor de la siesta cae como un manto sobre la ciudad, y todo se ralentiza por unas horas. Las veredas vacías, los negocios cerrados, las persianas bajas. Pero cuando el sol comienza a descender, la vida regresa. En la avenida Mate de Luna, los autos forman una serpiente interminable, y las familias pasean por el Parque 9 de Julio, donde el aire parece más liviano, menos denso que en el centro. Allí, entre los árboles y los juegos infantiles, el bullicio de la ciudad se apaga por un momento.
Pero es de noche cuando San Miguel muestra su verdadero rostro. Los bares de la calle Mendoza y Laprida se llenan de jóvenes, de risas, de conversaciones que van desde el último partido de Atlético o San Martín hasta los planes de futuro que parecen tan lejanos. Los artistas callejeros toman las plazas, y las peñas encienden su música folclórica, donde la zamba y la chacarera se entrelazan con la cerveza y las empanadas.
En esta ciudad, la cultura popular está en cada gesto, en cada saludo, en la forma de tomar un café o de discutir en una esquina. San Miguel de Tucumán no es solo el escenario de la historia, sino un personaje en sí mismo. Un personaje que se construye todos los días con la vida de su gente, con sus calles que nunca terminan de ser recorridas, y con una identidad que, aunque se renueva, siempre guarda algo de ese eco de independencia que la hizo nacer.
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