Bajo el pesado día gris, el silencio se pronunciaba similar a una baja frecuencia, que permanecía constante en los oídos.
La niña se soltó de su acompañante, quien parecía protegerla del lugar frente a sus ojos: un bosquecillo de árboles de corteza oscura y hojas grisáceas, una escena confundida en blanco y negro.
Corrió sin mirar atrás. A cada paso, su andar revelaba desorientación, mirando de un lado a otro, como si buscara algo, o a alguien más.
Su acompañante quiso seguirla. Sabía de las consecuencias. Logró dar unos pasos, pero se detuvo de inmediato. Tal acción no se le perdonaría. Luego extendió los dos brazos hacia el cielo, cerró los ojos por un instante, y los volvió a enfocar en la niña: su silueta clara, escurriéndose entre los árboles.
Dos inmensas figuras emergieron. Oscuras, de rostros blanquecinos que mostraban emociones contradictorias, danzaban audazmente sobre piernas delgadas como zancos.
Se desplazaban con seguridad, rítmicamente, al compás de una melodía muda.
Los árboles formaban parte de la puesta en escena, y el crujir de sus ramas agrietaba poco a poco el silencio.
La relación era inevitable a ese punto, el ritual premeditado terminaba cumpliéndose una vez más.
Nadie le dijo en qué forma el silencio se rompería.

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