¿Estaba al tanto de que su vida iba en caída libre? Quizás, pero tampoco era algo evidente. Intentaba escribir todos los días. Dos carillas, eso era lo máximo. Cuando estaba en la calle anotaba todo en su celular. Nada de libretas, lápices ni lapiceras; le parecía una cursilería romántica e irreal, un mundo de ensueños que la docencia vendía a los pobres ilusos. Un ex-amigo le había ex-plicado su teoría de que no todos nacen preparados para escribir. La práctica hace al maestro, esa es la pura verdad, aun cuando los profesores no llegan a los talones de la grandeza. ¿Estaba al tanto de que la muerte de su padre se encontraba próxima? Sí, de eso no había dudas.
Se levantó a las cuatro treinta y cinco de la mañana. Cuatro horas de sueño era el número ideal, pero aquel día habían sido dos y media. Leyó un poco antes de lavarse los dientes. La higiene podía esperar, la imaginación no. Al rato venía su gato. El animal se colocaba junto a él y estiraba su cuerpo en señal de felicidad, festejando el encuentro de un nuevo día junto a su humano. Acariciaba su pequeño cráneo y le daba de comer. Tres horas para ir hasta la oficina. Suficiente para escribir, suficiente para morir. Prendía su pequeña computadora portátil. 2013. Modelo estándar. Nada fancy, nada lujoso. Pero qué importaba. ¿Y ahora? No sabía qué narrar. ¿Será momento de volverme alcohólico? No, su estómago era muy débil, y tampoco tenía la plata suficiente como para costearse un buen licor. Bohemio, pero con clase. ¿Cómo haría Bukowski? Jamás iba a comprenderlo, Charles era un genio. Él era nada más que nadie.
Intentó arrancar un cuento. El cual se convirtió en reflexión. Que luego mutó a purgación. Y por último a suplicio. Llegó el momento de ir al laburo. Saludó a Fellini (que era el nombre del felino y el apellido del italiano). Agarró una manzana de la heladera y se marchó del monoambiente. En el ascensor lo esperaba la soledad, la cual lo acompañó hasta la puerta de entrada del edificio.
Tomó el colectivo, pero en otra parada. En la de siempre había ocurrido un accidente. Pudo ver la sangre. Rastro de impacto de parietal derecho sobre el asfalto. Moto contra auto. Triunfo de las cuatro ruedas y la Muerte. Ya nada le sorprendía. Todos los días veía a la silueta con guadaña en los ojos del viejo. El hombre estaba ahí, pero a la vez no, ¿me entienden?
Mientras esperaba en el nuevo lugar a que llegara el gran vehículo vio a la chica. Pelo negro, tez morena, ojos marrones. Morocha linda. Imaginó que hablaban, imaginó que intercambiaban números, imaginó que rozaba sus labios sobre el final de su espalda desnuda. Tuvo que mirar hacia otro lado para evitar la vergüenza. Un tipo semi-obeso escuchaba música junto a él. Tarareaba algo parecido a una canción de éxito, pero re-versionada por él mismo hasta volverla irreconocible. Esperaban todos en el lugar que se supone que uno debe esperar. La mente volaba. Cuerpo quieto, cerebro inquieto. Por fin, llegó el colectivo.
La morocha se perdió entre la gente. El semi-obeso permaneció a su lado, todavía tarareando. Ese día se dio cuenta que caminaba por inercia. Toda la rutina repetitiva. Como el protagonista de El club de la pelea. Pero yo no soy como esos hombres de masculinidad frágil. A mí me encantaría que hagan cosas con el culo. Se rió en silencio. Algunos lo miraron, otros lo ignoraron. El chofer llevaba una pequeña cruz sobre el espejo retrovisor. En cada semáforo que frenaba extendía el brazo y tocaba al Jesús en miniatura crucificado en la cruz de plástico. Emanaba la ternura que solo la Fe Cristiana podía generar.
Quedaban tres paradas hasta el centro, y de ahí al edificio, y de ahí a la oficina, y de ahí a casa. Ah, no. Todavía queda papá. Por más que intentara esquivarlo, el anciano siempre estaba ahí. Sentado en su trono inamovible. Postrado en la silla milenaria. Con ojos ciegos que observaban. Al principio tuvo miedo de su ceguera, pero luego la comprendió. Esos ojos muertos estaban llenos de vida. Bueno, faltaban ocho horas para aquel momento.
Intentó escuchar alguna idea buena, proveniente de la boca del resto de los pasajeros. Algo que sirviera. Celos-infidelidades-penurias y de vez en cuando felicidad. Nada era lo suficientemente utilizable. Además, en el colectivo no se animaba a sacar el celular y anotar. Quizás por eso no hubiera inspiración ahí. Porque el miedo al hurto era más fuerte. Dos chicos de no menos de dieciséis años hablaban entre sí sobre sus conquistas de fin de semana. Levantaban la voz, como si esperaran impresionar a alguien. Una mujer embarazada vomitó sobre una niña. Esta lloró. Uno de los chicos fue empujado. Se armó la bataola. Él permaneció quieto, rígido, inmune al caos. Por fin, llegó a la última estación. Pasaje directo al Infierno.
Entró a la oficina con aires de grandeza. Se había convencido de que era El Rey. Después de dar dos pasos derechos se dio cuenta de que vivía en una fantasía. Se sentó en su puesto de lucha. Prendió la computadora. Windows XP. Más de veinte años de desactualización, pero, ¿acaso importaba? Se colocó los auriculares y acomodó el pequeño micrófono. Siempre se ponía nervioso antes de cada llamada. A decir verdad, le daba repulsión hablar a distancia. Tenía la necesidad de cortar enseguida. Pero no podia hacerlo. Debía convencer. Debía vender. Los primeros intentos fallaron. Buenos días, le hablo de la compañía… Y cortaban. En el quinto intento casi triunfa. Fueron unos largos quince segundos, luego cortaron. Llegó a la llamada número trece. ¿Sí? Buenos días, le hablo de… Ya sé, necesito verte. ¿Qué? Del otro lado de la línea alguien lo conocía. Tenés que venir al geriátrico, tu papá no está bien, y tengo que contarte cómo seguir. Señor, si me está haciendo una joda, le juro que rastreo la llamada y voy directamente a cagarlo a piñas. Señora. ¿Cómo? Soy una señora, no un señor. ¿Mamá? Imposible. Llevaba muerta más de diez años. Vení al geriátrico, en la madrugada. Tu papá te va a estar esperando en el jardín. Balbuceó unas preguntas más. Ese otro alguien ya había cortado muy lejos en el pasado.
¿Estaba bien? ¿O el insomnio pudo, por fin, surtir efecto en su psiquis? ¿Qué había pasado? Necesitaba un café. Fue al buffet del edificio. Pidió un vaso grande. Era el peor café que había probado en su miserable vida, pero la falta de opciones lo volvía un manjar. No, no era el insomnio, aquello había sido real. Mamá está viva. No, no lo estaba. Muerta, bien muerta, y se iba a quedar así por siempre. Esperanzas de un día laboral sin fin. Solo queda ir a la madrugada. Su padre estaba por unirse a su madre. Metástasis. Irrecuperable. Silencio. Negrura. ¿Fin? Al parecer las cosas no eran como parecían. Los muertos vuelven. Los vivos se van.
Terminó de beber. Miró dentro del vaso de tergopol. Las pequeñas manchas parduzcas de lo que supieron ser granos de café. Torrado, por supuesto. Nada fancy. Su vida era eso. Los restos marrones de un vaso grande de café de oficina. Hoy a la madrugada. No sabía en cuál cifra temporal. Se acordó del horario en el que siempre se levantaba. Iría quince minutos después. Tomaría un remis hasta el geriátrico. Sí, eso es lo que haría.
Y así lo hizo. Se bajó del auto. Había despedido amablemente al chofer. Este devolvió el saludo con un escupitajo lleno de flema en el asiento de conductor. La sociedad había cambiado. Antes te insultaban si nos les dejabas el vuelto.
Arrastró las suelas por el cemento de la vereda. No, no, despacio. Debía ir lento. Nadie podía verlo. Había un paredón en el costado derecho del complejo. Las rejas de pinchos estaban dobladas. Vía libre a la locura. Se puso las manos en los bolsillos y caminó. Sabía que no engañaba a nadie, pero tampoco parecía haber alguien al que le interesara. El lugar era oscuro. Los grillos se reían, y los pájaros lloraban. Se internó en los arbustos, camuflándose con el verde. Chocó su rostro con los ladrillos sin revocar. Se raspó la curva de la nariz. Tampoco era muy linda que digamos. Tomó distancia y pegó el salto. Se agarró de dos fierros e impulsó su cuerpo. Entró a escondidas al geriátrico en medio de la noche. Pan comido.
¿Así cuidaban a los viejos?
Giró en un ángulo recto del lugar y desembocó en el jardín. Ahí estaba su padre. Sentado en una pequeña silla de metal en medio del pasto. No tenía almohadones. Lo más probable es que le duela el culo. Papá, ¿qué está pasando? Sin respuesta. Papá. El delgado cable a tierra que sostenía a su padre entre el Cielo y el Infierno estaba tenso. ¿Qué querés? No había movido la boca, sino los dedos. Mamá me dijo que te iba a encontrar acá. Sí, ya sé. Pero, mamá murió hace diez años. ¿Vas a seguir repitiendo obviedades? Permaneció callado por unos segundos. ¿Y dónde está ella ahora? Abajo tuyo. Bajó la vista. Su madre estaba acuclillada con las manos juntas, en pose de rezo. Lo estaba devorando con la mirada. ¿Rostro? Piel blanca y descascarada, olvidada por el tiempo, para ser más precisos. Ojos saltones. Sonrisa sucia y negra. Pelos canos, llenos de tierra. Sí. Mamá estaba bien muerta. Sus manos, similares a ramas secas, comenzaron a chasquear, a medida que sus dedos trepaban por la blanca remera que llevaba puesta. Tras de sí, dejó un rastro oscuro, como las llantas de un camión sin frenos que se dirige hacia una multitud. La vieja agarró la cabeza de su hijo.
CHASC-CHASC-CHASC. Los huesos bailaban. CHASC-CHASC-CHASC. Los huesos hablaban. CHASC-CHASC-CHASC. Los huesos reían.
La solución fue dada con certeza y precisión. No cabía la menor duda. Pero eso está mal… Muy mal. Hubo una respuesta tan ambigua como la vida misma. El fin justificaba a medias los medios. Los dedos volvieron a su lugar, al igual que su madre a la tumba. Papá permanecía petrificado en el trono. Se acercó a él sin despedirse. Colocó ambas manos en su nariz y boca. No hubo manotazo de ahogado. El viejo sabía que aquello era inevitable. Un asteroide con rumbo a la Tierra. El Fin de Todo. Un relámpago azul brotó de su cuerpo y se expandió por toda la realidad. El viejo pasó a peor vida.
Cambio. Novedad. Actualización. Windows 11. Por fin habían cambiado los sistemas operativos de las computadoras de la oficina. Al igual que el software espiritual de él. Ahora todo era risas, ilusión y máscaras con bocas curvadas hacia arriba. Si algo había aprendido de aquella tremebunda experiencia era que cuando todo consta en saltar al vacío...
Santiago Iribaren (38) fue encontrado muerto en un baldío en las afueras de la Ciudad de La Plata. Luego de asfixiar hasta la muerte a su padre, en el geriátrico en el que se encontraba hospedado, el joven había asistido a su trabajo solo por unas horas, para luego darse a la fuga. El descubrimiento presentó un panorama dantesco. Su cuerpo estaba tieso en el suelo, junto a unas ramas, aparentemente recogidas de uno de los árboles del jardín del geriátrico, clavadas en todos los orificios de su cabeza y otras insertadas en las cuencas de ambos ojos. También había una nota escrita en una servilleta. La misma decía:
La Fe hará el resto.
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