La luz se dispara con destellos ante mis ojos. El oculista me explicó que es astigmatismo. Luces fantasmas, dijo. Ves luces fantasmas. El semáforo está en rojo. Soy un punto anclado en la esquina de Salta y Ovidio Lagos, un cuerpo que resiste mientras todo a su alrededor avanza. La espera le da lugar y forma a mis pensamientos. Hay un chico con buzo verde que pedalea con calma y taxis que pelean por pasar. El viento de los autos le desacomoda los mechones de pelo que le rodean la cara. La calle se extiende hasta el infinito con focos que cuelgan, uno tras otro, sobre el pavimento. Veo fuegos artificiales, pequeñas explosiones amarillas, que flotan entre el piso y el cielo. Es un ejercicio cotidiano: acomodar la mirada ante la neblina de colores, focalizar un momento y sostenerlo. Las ruedas atraviesan un charco y rompen el reflejo. Se mueve con gracia, tiene la espalda levemente encorvada y las manos sujetas al manubrio. Sus movimientos se duplican y danzan en mi campo visual. Son como fantasmas que me persiguen. En esta esquina, el mundo se fragmenta en pequeñas piezas y me habla: ¿Cómo mirar con claridad lo que nunca se tuvo? ¿Cómo unir los retazos dispersos de una historia?
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