Los sábados por la mañana tienen algo especial, una calma que los distingue del resto de la semana. Es como si el tiempo se estirara, más generoso, más dispuesto a dejarte respirar. La ciudad, que normalmente late rápido, se adormece un poco más tarde, dejando las calles medio vacías, casi en silencio. Hay una especie de tregua, un espacio sin presiones donde todo parece más sencillo.
Me gusta arrancar esos sábados con un café caliente en la mano, mirando el sol filtrarse por la ventana. A veces abro un libro, pero otras simplemente me quedo contemplando, como si el simple acto de existir ya fuera suficiente. La naturaleza también parece despertarse a su propio ritmo: el canto de los pájaros se escucha más claro, el viento es suave, casi tímido. Los árboles se mueven lentamente, como si tampoco quisieran romper esa quietud.
Si hay algo que me gusta hacer, es salir a caminar. Las veredas están deshabitadas, como si el mundo entero me perteneciera por un rato. El ruido del tránsito es apenas un murmullo distante y el aire, fresco, se siente más limpio. Es un momento ideal para pensar en todo y en nada, para dejar que las ideas fluyan sin apuro. A veces, pienso en la familia: en los desayunos tranquilos, en el olor a pan tostado y café recién hecho que perfuma la casa, en la charla pausada y la risa compartida.
Un sábado a la mañana tiene ese encanto especial porque invita a la reflexión, a escribir sin la prisa de un deadline, a perderse entre páginas de un buen libro, o a trazar mentalmente el próximo viaje que tanto anhelás hacer. Es un espacio íntimo, poco habitado por el común de la gente, donde el mundo parece detenerse solo para vos.
Es en ese rato donde siento que la vida se acomoda. Lo que importa se hace presente, y lo que no, simplemente se desvanece. Un sábado a la mañana es, en su esencia, una pausa perfecta en medio del caos.
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