Sábados de oro derretido

Este quizá es mí velo de armas,

pero creo yo, amor, que el cielo es para mí solo una puerta cerrada,

no veré más allá del centelleo, de las nubes amorfas y del coro angelical.

Pero esa realidad no le quita la dulzura a esta realidad,

¿qué tiene el cielo que no tenga yo cuando sonreís?

¿qué tiene Dios allá que vos no tengas cuando me besas?

Vos me miras justo antes de dormir conmigo

y ya el mundo no importa,

ya el futuro es amorfo y así se queda,

tu tacto el único paraíso que me interesa.

Vos me miras, justo antes de que nos abracemos en la cama,

y yo broto en rosas de forma tan poco ceremonial

que las vainas enredan la cama y hacen de ella al jardín del Edén,

me avergüenza admitir que se me nota.

Vos en mí tenés a tu creación,

porque me tocas y me enciendo en arte, en prosa y en melodía.

Estás vos y mis ojos brillan del color del té que me hago a la mañana

¿y aún así se supone que para mí no hay consuelo?

Me apena confesarte que más de una vez me tragué las lágrimas

y te miré con los ojos ardiendo, porque aún no comprendo

¿cómo es ese talento de hacer florecer a un árbol tan putrefacto, que yo daba por muerto?

Te preguntaría y te tendría que preguntar otra vez, disculpa incluída,

porque te verías demasiado hermosa como para que yo te preste atención.

Mis labios se secan pensando en la próxima vez que van a tocarte,

mis ojos solo existen del anhelo de la próxima vez que puedan mirarte.

No busco en vos un dios,

porque mi dios está en esa nimia, tímida idea

de que nuestro pelo se haga gris y que nuestra piel se torne nacarada

y que aún así tu nombre siga en mis labios.

Yo te amaría aunque dejara de verte

y aún así te amo aunque te veo cada sábado ¿cómo no hacerlo?

Haces de cada pecado una dulzura.