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Ruido blanco

Dec 22, 2025

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Ruido blanco
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Ser un buen amigo es algo difícil, y quien piense lo contrario debería cuestionarse si realmente ha llevado a cabo alguna vez en su vida este acto de suprema lealtad. Es especialmente difícil cuando alguno de esos amigos no es muy diestro en el asunto de pensar; por ejemplo, mi amigo Carlos.

Recibí una llamada ayer, a eso de las tres de la tarde, mientras me encontraba buscando un jodido libro de cierto poeta chileno para reafirmar si realmente eran suyas unas palabras que no había podido sacarme de la cabeza desde que desperté: perdido sin tu amable compañía, anhelo que me recuerdes todavía, Santiago es un océano de hastío que juega con mi vicio de amarte sin medida. No me pregunten por qué, pero comencé a sentir ansiedad al no saber si esas palabras existían o si solo se me habían ocurrido a mí. Una nube de incertidumbre y terror cayó sobre mi persona, primordialmente porque una de mis fobias desde niño es convertirme en poeta, ya que, a mi parecer, la poesía es el hermano irresponsable de la literatura, y digamos que no me agrada mucho la palabra irresponsabilidad. El mundo es un carrusel de caos y estupidez debido a la irresponsabilidad de los individuos que lo habitan; una acción de naturaleza determinante, tomada a la ligera, puede desencadenar una serie de desenlaces trágicos o, al menos, penosos.

Al tomar la llamada estaba empapado en sudor y mi estudio era un desastre de libros regados. A contraluz se podía ver una galaxia de esporas, de esas que sueltan los libros viejos. Era Carlos, que me llamaba desde el Hospital General: mi buen amigo se había disparado en el pie derecho. Entre mi ansiedad y la falta de aliento, lo único que se me vino a la cabeza fue preguntarle cómo diablos había pasado eso. A pesar de tan delicada lesión, Carlos soltó una risita idiota y me dijo que se le había olvidado ponerle el seguro a la Walther PPK de su abuelo mientras la limpiaba. Le cuestioné el motivo de tan irresponsable acción; le dije que existían lugares donde hacían ese tipo de trabajos con la debida precaución. Otra risa idiota de su parte trató de explicarme que pensaba venderla esa misma tarde y que, francamente, la pistola estaba algo sucia y quería hacerla lucir mejor. Tomó un trapo húmedo y comenzó a limpiarla, solo que se saltó ese asunto —según él, inútil— de quitarle el cargador y remover la bala de la recámara. Y pues, pum: esa fue su explicación.

Dejando de lado el asunto del balazo en su pie, me pidió de favor que fuera al hospital a acompañarlo, porque no había nadie más a quien pudiera llamar. “Pensé en ti porque sé que nunca sales de tu madriguera”, me dijo con firmeza. Todos sus familiares habitan  esa ciudad horrible llamada Monterrey, y su novia Karla se había largado a una despedida de soltera en Cancún. Por lo tanto, yo era la única opción. Por más que quise decirle que no podía, era más que consciente de que mi situación actual era una soberana estupidez y que estaba obligado a asistir a mi amigo en su momento de necesidad. Y, aunque me provoque cierto ardor reconocerlo, él tenía razón: yo siempre estoy aquí.

Me recibió con una enorme sonrisa, que me pareció un tanto fuera de lugar y grotesca. Después, una enfermera me dijo que le habían suministrado una buena dosis de sedantes y que no estaba precisamente en sus cinco sentidos. La joven y amable enfermera me preguntó si era familiar suyo. Secamente le contesté que no, que solo era su amigo. La mujer me miró desconcertada y entrecerró los ojos, tratando de analizar si aquello era una broma.

—Sí, me imaginé que no era familiar —dijo secamente.

Durante dos horas, Carlos estuvo bastante parlanchín: sandeces en su totalidad. No culpé a las drogas por ello; digamos que esa es su conversación habitual. Fue un alivio cuando por fin cayó dormido. Unos instantes después, un médico alto, como de unos setenta años, entró a la habitación y me explicó el proceso quirúrgico que se había llevado a cabo. Carlos había perdido dos dedos del pie, pero fuera de eso todo estaba bien.

—Muy afortunado su amigo —dijo el anciano con un rostro apacible.

No sé por qué, pero tuve la impresión de que, al igual que yo, pensaba que el tipo en la cama era una especie de débil mental.

Después de eso me esperó una noche de silencio e insomnio. Aunque hubiera tenido algo de sueño, me habría sido imposible dormir, ya que el mobiliario hospitalario destinado a familiares o acompañantes fue diseñado por alguien que desprecia a la raza humana; pero esa es solo mi opinión. Aquellos versos seguían en mi cabeza, pero, como lluvia impertinente en pleno enero, una de las palabras cambió: Barcelona es un océano de hastío que juega con mi vicio de amarte sin medida. Lo que me faltaba: un cambio geográfico considerablemente ridículo, y mi ansiedad seguía creciendo. Pensaba en las cajas de archivo del garaje, donde estaban las pocas antologías de poesía española de mi colección.

Me levanté de aquel sillón digno de alguna tortura de la Inquisición y salí de la habitación en busca de alguna máquina de dulces y sodas. ¿Qué carajos tenían en común Barcelona y Santiago de Chile? Me lamenté ante la posibilidad de estar en la misma situación que el Quijote: había leído tanta basura innecesaria que se me había secado el cerebro y había venido a perder el juicio. A las tres de la mañana me encontré parado en aquel pasillo solitario del hospital, tratando de elegir entre una Pepsi o un jugo de uva, entre si aquellas eran mis palabras o las había leído en algún otro lugar. Qué ser tan miserable soy, pensé.

Después de cuarenta horas con poco sueño y anhelando una ducha, por fin apareció la novia de Carlos. Bronceada, con una clara resaca en proceso y un sospechoso moretón en el cuello. Me agradeció las atenciones hacia su amado Carlos. Yo, por mi parte, me despedí sin mucho afán:

—Por tu bien, aléjate de cualquier cosa que use balas, amigo.

La luz de la tarde me aturdió. El sonido de los autos en la avenida, los gritos disonantes de un tipo con cara de drogadicto y flaco como un clavo, que cargaba un San Judas Tadeo lleno de rosarios y escapularios; quizá medía un metro veinte. Las venas de sus brazos parecían a punto de reventar por el peso del muñeco de yeso. Reclamaba una limosna porque su madrecita estaba gravemente enferma. Me dieron ganas de gritarle charlatán, pero estaba demasiado cansado. Mi cuerpo ya funcionaba en automático; con suma pereza levanté la mano para pedir un taxi.

Por fortuna, me tocó un taxista bastante huraño, de esos que solo te preguntan a dónde vas y nada más. El tráfico no era terrible, aunque nos mantenía detenidos en lapsos de cinco a diez minutos; no le di mucha importancia. El taxi no tenía radio: en el hueco donde debería estar la consola solo se veía una serie de cables pelados y desordenados. Deduje que se lo habían robado. El chofer mantenía la vista al frente; ni una sola vez miró por el retrovisor para observarme. Me cayó bien. Si algo deberíamos apreciar quienes vivimos en estos monstruos urbanos son los momentos de silencio, aunque a algunos, lejos de disfrutarlos, les resulten aterradores. Hay días en que pienso que el soundtrack de todas las grandes urbes es una especie de noise japonés.

Anhelo que ya me hayas olvidado, se me vino a la cabeza de pronto. El verso había vuelto a cambiar. Toda teoría mía de haberlo leído en alguna parte se esfumó de inmediato; lo sabía en el corazón. Fue una satisfacción agridulce.

Faltaban tres kilómetros para llegar a mi hogar. Le pregunté al chofer cuánto le debía. Por fin me miró por el retrovisor:

—Estamos en medio del periférico, caballero. No se puede bajar aquí.

—Señor mío —le dije—, me temo que si no me bajo inmediatamente de su unidad voy a enloquecer y las cosas se van a poner feas.

El tipo me miró desconcertado y, casi con desesperación, dijo que eran ciento veinte pesos. Le di un billete grande y le dije que se quedara con el cambio. Me bajé del taxi y caminé sobre los tres carriles del periférico. Sentí la mirada de algunos automovilistas; otros subieron sus ventanillas. Supongo que pensaron que era un asaltante, y es que en esta ciudad ya no se sabe.

Salté la barrera de contención y seguí caminando por la calle lateral. Un camión repartidor de carnes frías comenzó a tocar el claxon frenéticamente al verme avanzar despreocupado. El conductor me insultó como solo un verdadero chilango es capaz de hacerlo; no me importó en lo absoluto. Caminé hasta mi hogar, haciendo una pequeña escala en un minimercado: se me antojó un café helado y unos pastelillos rosados de coco.

El departamento me recibió en tinieblas; un leve olor a humedad flotaba en el ambiente. No quise ir al estudio, porque sabía que era un desastre. Fui a la cocina y me senté en la única silla que hay ahí. Abrí el café helado y los pastelillos de coco; me reconfortaron.

Aquellas palabras no eran poesía ni literatura; no las había escuchado de nadie más y, peor aún, tampoco eran de mi autoría. Solo eran palabras: ecos que venían de algún lugar, que cambiaban a su voluntad para confundirme y alejarme de algo.

Moises Plata

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