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Rorschach, manchas y disociaciones.

Aug 12, 2025

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Rorschach, manchas y disociaciones.
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Empujé la puerta con torpeza. La sala olía a papel viejo y tinta húmeda. El psiquiatra no se levantó, solo alzó los ojos por encima de unos anteojos sin marco, y con un gesto mínimo me indicó la silla.

Me senté. Apoyé las manos en las rodillas, como si fueran anclas.

—Vamos a comenzar —dijo—. Esto no tiene respuestas correctas, solo diga lo que ve.

Asentí. A veces uno asiente como quien se rinde. La primera lámina apareció como una herida simétrica sobre el blanco.

Lámina I

Dos manchas extendidas, como alas que olvidaron cómo volar.

Pero no vi pájaros. Ni murciélagos. Ni mariposas.

Vi el inicio de un río. No uno caudaloso ni furioso, sino de esos que apenas susurran entre las piedras.

Un deshielo.

Vi el instante exacto en que el frío cede. No por violencia, sino por agotamiento. Las lágrimas, pensé, nacen así: sin escándalo, como un agua que ya no puede mantenerse quieta.

—Veo un paisaje que se está permitiendo cambiar —dije.

No agregué que ese paisaje era yo.

Lámina II

La imagen parecía un cuerpo curvado, encorvado, sosteniéndose a sí mismo.

Una figura que no pide ayuda, pero la necesita.

Vi melancolía, sí. Pero no la poética. Vi la que se instala en el cuerpo como humedad en las paredes: lenta, callada, inevitable.

Vi la tristeza que no grita, la que bosteza en las horas muertas, la que uno disfraza de cansancio o de “nada, todo bien”.

—Me parece una figura esperando algo que no va a llegar —dije.

El psiquiatra anotó. No levantó la vista.

Pensé que, en ciertos casos, lo que no llega es uno mismo.

Lámina III

Aquí el negro se abría como una flor equivocada.

No bella. No simétrica.

Pero viva.

Vi luz en los bordes. No porque brillaran, sino porque la oscuridad los respetaba.

Vi mis propias contradicciones: mi forma de amar con desespero y mi incapacidad de pedir que me amen de vuelta.

Vi mi intensidad.

Mi forma de mirar como si todo pudiera desaparecer al dar vuelta la cabeza.

Vi cómo mis manos tiemblan no del frío, sino de esa urgencia inexplicable de tocar el mundo antes de que se vaya.

—Veo un faro en mitad de un apagón —dije.

Y en mi mente, pensé: soy yo. Encendido y solo.

Lámina IV

Esta no parecía una figura, sino un mapa.

Trazos extraños, como rutas sin destino o cicatrices cartográficas.

Vi mis decisiones. Las que tomé con miedo y las que tomé con rabia.

Vi también mis huidas.

Los silencios que elegí, los mensajes que no respondí, los abrazos que no supe sostener.

Pero también vi los puentes.

Vi lo que queda cuando uno deja de defenderse y empieza, aunque con torpeza, a entregarse.

—Es un mapa sin norte —dije—, pero con memoria.

El doctor hizo una mueca que no supe leer.

Lámina V

No sabía si era una figura o su sombra.

Parecía un rostro apenas delineado, a punto de borrarse.

Vi mis días de disociación: cuando hablo y no estoy, cuando río y no me escucho, cuando mi cuerpo es un títere que actúa para que nadie note la fuga.

Vi el dolor. Pero no el dramático. El discreto. El que no pide auxilio porque ya aprendió a convivir con el incendio.

—Veo a alguien que se está despegando de sí mismo —dije.

Lo dije tan bajo que no estoy seguro si él lo oyó.

Lo dije tan alto que no estoy seguro si lo dije en voz alta.

Y entonces… el chasquido.

El sonido seco de una taza contra loza.

—¿Le retiro el café, señor?

Parpadeé.

La mancha de tinta era la silueta de una hoja caída sobre la mesa.

El “consultorio” era un restaurante ruidoso.

El médico, un mozo amable con el delantal manchado de espuma.

Frente a mí, una taza vacía. El café hacía rato que se había enfriado.

La ventana mostraba la avenida del Libertador: autos, lluvia fina, gente que se cubría sin mirar.

Y yo, quieto, había estado mirando una gota resbalando por el vidrio como si fuera una revelación.

No era un test de Rorschach.

Era una idea sólo en mi mente escapando a su modo.

Me había quedado disociando mirando la vidriera, sí.

Pero no para huir. Para quedarme un rato más en un lugar donde sentir todavía es posible.

Respiré hondo.

—Sí, retírelo. Gracias —dije.

Y mientras el mozo se alejaba con la taza, entendí que había llorado un poco. Muy poco. Apenas lo justo para ablandar el paisaje.

Nicolás

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