El rojo me acompaña desde niña. Era el color con el que pintaba mis dibujos, el que mi madre decía que lo cubría todo con rayones largos y extensos en la hoja. Más tarde ese mismo rojo se volvió el color favorito para mis labios, mis uñas y mi manera de decir sin palabras que estaba viva. Hasta que un día, bajo los gritos y los correazos de mi padre, quien me decia que solo las putas usaban ese color, aprendí que ese mismo color también podía ser castigo, que podía arder en la piel de mis piernas como una marca de vergüenza impuesta.
Asi crecí entre el deseo de usarlo y el miedo a ser vista ante los ojos de mi padre como una puta.
Hoy tengo 34 años y aunque mi padre ya no está, sigo reconociéndome en esa contradicción. El rojo representa mi fuego, mi pasión, mi intensidad, y sin embargo es el color que menos uso. Siempre busqué pasar inadvertida, por eso elegi fundirme en el gris de la multitud.
El rojo nunca fue solo un color. Investigando descubri que Cleopatra lo convirtió en un emblema de poder; las sufragistas lo alzaron en las marchas como un acto de desafío, y durante mucho tiempo llevarlo en los labios podía costarle a las mujeres la reputación, incluso la libertad por eso fue censurado, sexualizado, temido.
Allí me di cuenta, el rojo era demasiado para el mundo. Demasiado fuerte, demasiado visible, demasiado poder, demasiado mujer.
Quizá por eso me atrae tanto: porque es un color que no pide permiso, brilla tanto por ser como es. Porque encarna el poder, la vida y la sangre, el deseo y la rabia, la herida y la fuerza. Tambien, porque en él habita la contradicción de mi propia historia: lo que duele y lo que representa.
El rojo me recuerda que ser mujer es también aprender a ser fuego. Uno que a veces arde, a veces hiere, pero siempre ilumina.
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