El camino de Burzaco a Villa Ballester era largo. Debía cruzar toda la capital y, ciertamente, lo prefería así, porque era el único momento en que podía pensar con claridad, hundirme en el asiento (siempre del lado de la ventana) y ver rostros extraños en todo el vagón, sabiendo que no volvería a cruzarme con ninguno de ellos y que estaba bien si, en algun momento, me veían vulnerable.
No recuerdo en qué estación habré estado cuando comencé a llorar, ni siquiera sé si el tren alcanzó a moverse algunos metros antes de que las lágrimas me inundaran el rostro y este se tornara rojo poco a poco (cosa que odio. Siempre sentí que lucía terriblemente desaliñada cuando lloraba). Este primer llanto fue, en realidad, de paz. De mis manos colgaba una bolsita verde con dos regalos tremendamente significativos. Me los había dado N. el día anterior.
Pensé en que en algún momento de mi vida temí por mi sensibilidad, creí que la había perdido por completo tras el fallecimiento de mi abuela, y en ese momento, en ese pequeño espacio de la ciudad donde me encontraba, entendí que hay magia en todas partes.
''Estoy muy feliz, me hubiera gustado abrazar más a N.
Gracias por abrirme las puertas de tu vida de esta forma.''
Guardé el celular después de esos mensajes que había enviado, le subí el volumen a la música y busqué la calma en algunos de los versos de Catalina. Ojalá esa escenita montada (yo, llorando) hubiese sido la única, pero luego del subte a Retiro y el siguiente tren, no podrían haber cambiado más las cosas.
Me fumé un pucho antes de subirme al vagón y volver a lo de mis tíos, permitiéndome encantarme con las luces de la ciudad que, a esa hora de la noche, lucían como pequeñas estrellitas desde la ventana, alejándose de a poco y titilando con poquísimas fuerzas antes de que alguna construcción las ocultara de mí. Eran las siete y pico, supongo. Y ahora estaba inquieta, no en paz.
Repasé mentalmente cada día, cada risa, cada beso y abrazo, cada lágrima, cada vez que sentí una cumbre de dicha floreciéndome en el corazón hacia el resto del cuerpo, cada vez que pensé aquí es. Ese aquí significa un hogar, o lo más cercano a uno, estando tan lejos de mi patria. Cada minuto que pasaba se sentía como miles de años lejos del sentir que siempre busco en todas partes.
El rinconcito verdeado en Burzaco logró evocar el recuerdo más preciado de mi infancia: mates en el jardín con mi abuela y mi tía. Yo no sé si N. es consciente de aquello (sé que L. lo es, le he comentado innumerables veces sobre mi infancia). Sucede que, en el momento que N. llenaba todo el hogar de su risa, de su instinto maternal, algo en mí me decía que la paz era posible en medio del quilombo mental, esa paz que un hogar te puede transmitir. Yo no sé si N. sabe que se me instaló en el corazón, no como una segunda madre ni mucho menos, pero simplemente como ella, con toda su autenticidad y su cariño, su preocupación por mí y aquellos detalles que me hicieron estallar en lágrimas frente a todos.
Es una casa muy transitada, nos comentó a L. y a mí antes de irnos de casa ese domingo.
La casa es transitada porque es ahí donde todas las almas que alguna vez estuvieron tristes encontraron la felicidad y la fé, N. Ojalá poder decírtelo a la cara cuando nos volvamos a ver.
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