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Riders on the Storm

Aug 21, 2025

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Riders on the Storm
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Hace dos días que llueve sin parar. La casa parece encogerse sobre sí misma: no hay mucho por hacer. Terminaron las vacaciones y, aunque el cuatrimestre ya empezó, todavía no aparecen esos días cargados de tareas ni el cansancio de haber trabajado ocho horas, viajado tres y cursado cuatro más.

Es miércoles a la noche. Lo sé porque alguien me corrigió hoy: yo juraba que era martes. Ya estoy perdida en el calendario. En la cocina hago la mise en place: elijo, lavo, corto y dejo todo en la mesada para la cena. A pocos pasos, en el mismo ambiente —porque living y cocina son uno solo—, mi novio toca la guitarra.

Repite una y otra vez Riders on the Storm, de The Doors. Afuera la lluvia golpea los vidrios y parece mezclarse con la melodía, como si acompañara el ensayo. Lo practica con esa paciencia obstinada que tienen los músicos. De otra persona quizás me molestaría escuchar siempre lo mismo, pero con él me acostumbré. Incluso me gusta. Supongo que porque pasé veinte años conviviendo con un guitarrista: mi hermano. Lo escuchaba por horas desgranar acordes, volver atrás, insistir hasta que un pasaje saliera perfecto. Con el tiempo, ese sonido se volvió para mí un idioma secreto, un rumor de hogar que jamás hubiera imaginado relacionar con el amor.

Into this house, we're born
Into this world, we're thrown

—¿Cuántas veces lo toqué este tema? —me pregunta. No habla de ahora, sino de la vida.
—Siempre que saco un tema, me lo olvido —dice después.

Y pienso que me pasa igual con los libros: sé que leí uno, sé que me gustó, pero me cuesta recordar de qué trataba. Lo que me queda es la impresión, la resonancia. Los detalles se borran. Es como ver una película a pedacitos, fuera de orden.

La música, creo, es mi pasión más secreta. Podés aprenderte una canción o un disco entero en unas horas. Yo puedo hablar durante días enteros de una banda, de un álbum, de un tema. Pero hacer música… componer… eso me parece otra liga. Me deslumbra, sobre todo, la perseverancia del músico: esa terquedad de practicar hasta que el cuerpo mismo diga basta.

Intenté tocar la guitarra alguna vez. Sabía lo básico y jugaba a sacar canciones que, estaba claro, me quedaban demasiado lejos. Incluso tomé clases durante un año. Las lecciones estaban buenas, pero me aburrían un poco. Un amor medio platóncio por el profe era lo que más me impulsaba a ir. No sirvieron de mucho, salvo un polvo siete años más tarde. Nunca tuve la constancia: practicar hasta que te duelan las yemas, repetir mil veces, empezar otra vez. No, gracias. Prefiero fingir que canto mejor de lo que en realidad canto.

Girl, you gotta love your man
Take him by the hand
Make him understand
The world on you depends
Our life will never end

De pronto, cambia de pasaje. Reconozco ese verso que es mitad advertencia, mitad plegaria: habla de amar a tu hombre, de tomarlo de la mano, de hacerle entender que el mundo depende de vos. Tan simple y tan abismal. Me desarma cada vez. Y pienso que, aunque hubiera aprendido a tocar, no habría podido sostenerlo. Me conozco: hay canciones que me atraviesan de tal forma que, si las intento cantar, se me quiebra la voz y me sorprenden las lágrimas antes de terminar un verso. Si la música naciera de mis manos, no podría seguir: la emoción me interrumpiría siempre.

Quizás por eso me basta con escuchar. Con dejar que otros traduzcan en notas lo que yo apenas logro nombrar. Para mí, la música no es un oficio ni un talento: es un lugar donde vivir, un territorio íntimo donde todo puede doler y, al mismo tiempo, salvar.

Y también pienso en cómo esa vulnerabilidad se transforma afuera, en la industria: hay un negocio entero alrededor del amor, una maquinaria que convierte la emoción en mercancía, en canción que se repite hasta el hartazgo. Y sin embargo, en medio de ese engranaje, persiste lo indomesticable: la posibilidad de que una melodía nos quiebre, nos desarme. Esa chispa irreductible que no se compra ni se vende.

Meli Claps

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