Te levantás la remera de a poco y me mostrás la panza, el ombligo tal y como lo recuerdo, un vello suave que brilla y refulge con la luz de las velas y la cicatriz terrible en forma de percha ubicada como un sombrero del pupo y me decís que no fue uno, sino dos, y que fueron en Australia.
Me siento en el borde de la cama con las piernas cruzadas como un niño. Intento que no se note la timidez, el miedo. ¿Estaré a la altura del que fui hace veinte años?
La primera pinta deja su marca en la mesa y aunque no puedo creer mi suerte, la charla sucede a borbotones y te veo mirar para otro lado, distrayendo tu incomodidad o tu abulia, de la misma manera que te vi hacer tantas veces hace veinte años cuando íbamos a algún recital de poesía. ¿Cuál es mi historia más interesante?
Me saco las medias porque mis pies no son feos y me gusta que se vean.
La luz tenue y la sensación de privacidad que nos da el box más alejado de la puerta de entrada, la tercera pinta acabándose, los anillos de sudor que fueron dejando en el barniz de la mesa. La conversación es ahora un torrente constante, una cascada que suaviza las piedras.
Recorro con mis dedos la cicatriz.
La luz cenital del foco que ilumina el box endurece tus facciones y por momentos sos un antiguo oráculo, una prestidigitadora que me cuenta que tuviste que aprender a recitar del céfiro nocturno en perfecto ruso durante tu segunda estadía en Kiev, que hacerlo era vital para el éter que fluye, que bulle, que huye al Guadalquivir.
Ya no usás corpiño.
La luz cenital del foco que ilumina el box me ablanda la cara, soy una pastafrola parlante que se desgrana mientras habla y te cuenta que trabajé en un pet shop en el que vivía una de las comunidades de ratas más grandes y mejor alimentadas de latinoamérica, que tenía dos guardaespaldas felinos que mantenían a raya a los roedores y que Cristóforo era el mejor de los dos, una pantera toda músculos y hambre y ojos verdes.
La tercera pinta no tuvo sucesora, antes que llegara a terminarse vos y yo sabíamos que la escena dos pedía un cambio de locación y una bebida más sedosa; yo lo sabía con miedo, vos eras la dueña de todo.
Me miro en el espejo del baño: el avance implacable de la alopecia, la barba triste. Entro a la habitación y te veo esperarme sin remera, toda cicatriz y vello refulgente, el pelo desparramado en la almohada y aunque las noches de tilos cómplices y joles ajenos hayan quedado atrás, me invade la elasticidad de un cuerpo reminiscente y me siento a la altura. El zafiro noctámbulo
divide tu rostro y lo expande;
bulle y huye y fluye
como una cascada
esmerilando piedras cirílicas
suavizando los dedos de mis pies:
el pacto táctil
el sombrero de tu pupo.
Vos tan céfira ulalá
apoltronada en el box
prestidigitando oráculos con el rostro cenital
empapada en el caldo espaciotemporal
-es unión y es distancia-
performando el milagro transmigratorio
abundando en tilos y en joles
al costado de las vías del tren
con los ojos rojos y los culos al aire.
Salís y cerrás la puerta y la fracción de luz que entraba del pasillo se acaba y con la oscuridad termina la noche, me pongo la almohada encima de la cara y aguanto la respiración.
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