Hemograma, coagulograma, glucemia, hepatograma. Urea, creatinina, ácido urico, triglicéridos. TSH, THLL, CDRL, HIV. Prolactina, androstenediona, testosterona, progesterona. La lista sigue. La doctora escribe y escribe sobre el recetario. El consultorio tiene una ventana grande que da al pulmón del edificio ubicado en Recoleta. Yo solía vivir a unas cuadras de este lugar. Miro los diplomas colgados en las paredes; la mayoría no son de ella, sino de sus colegas que también atienden ahí. Es joven, debe tener solo algunos años más que yo. Tiene cara de buena, de a ratos me habla sin dejar de escribir. Que puede haber muchas causas de lo que me pasa. Que incluso puede no ser nada, pero que hay que chequear por las dudas, para quedarnos tranquilas. Me gusta que lo diga en plural, como si mi útero fuera compartido con ella, como si, en caso de salir todo mal, lo fuéramos a enfrentar juntas, aunque ambas sabemos que eso es solo una mentira.
No me gustan los médicos. Hasta hace algunos años, no podía siquiera ir. Pedía turnos con la esperanza de superar mis miedos con madurez y al final, nunca iba a ninguno. Cuando tuve que hacer el apto físico para entrar a mi trabajo, me mandaron a un hospital que quedaba bastante lejos de mi casa. El pasillo olía a lavandina, olía a medicamento, olía a esas mañanas en las que tenía que ir a cuidar a mi abuela antes de morir. La luz de tubo, blanca fosforescente, titilaba dándole a todo un aire de abandono. La gente con ojeras y caras tristes se mantenía en silencio.
Sentada en la camilla alta, los pies colgando sin llegar al piso, esperé. Esperé que venga el médico a atenderme, mientras veía como pasaba de un cubículo al otro, atendiendo cosas más urgentes. Se me empezó a acelerar el corazón. Atendeme, que me quiero ir. Sentí como mis músculos se contraían mientras perdía el control de mi respiración acelerada. Atendeme, por favor, me quiero ir. Mientras hiperventilaba, una enfermera me preguntó si estaba medicada, si tomaba algo que controle esos ataques de ansiedad. Me lo preguntó con ternura pero también con un poco de pena en los ojos, como si yo fuera un cachorro callejero que le gustaría llevarse a su casa y salvar, pero que sabe que no lo va a hacer. Le dije que no con la cabeza.
¿Cuándo empezó a pasar esto? ¿De dónde viene este miedo? ¿Es un quiste del sobrepeso de la infancia, de los problemas alimenticios de la adolescencia? ¿Nació ese julio del que ya habían pasado varios años, ese julio del que no hablo pero me acuerdo? Eso no viene al caso ahora.
La doctora sigue escribiendo recetas. Le deletreo mi apellido una y otra vez. Ella me sonríe, me dice que lo tenía mal escrito en la ficha también, que ya lo corrige. Que me haga todos los estudios y que vuelva con los resultados. Hace ya un rato que entré al consultorio. Me preguntó por enfermedades familiares, de las cuales seguro le nombré la mitad. Tengo que llamar a mi mamá cuando salga y averiguar bien esto Ella nombra la lista de posibles diagnósticos. Ni bien me suba al subte los voy a googlear uno por uno.
Esa noche soñé con un bebé. Con cachetes redondos y rulos, el bebé era mío pero yo no era la madre. Era un bebé que me habían entregado y al que yo tenía que cuidar. Tendría dos años, no más. En un momento del sueño, yo me quedaba entredormida, y el bebé, con un crayón amarillo, empezaba a dibujar las paredes de mi casa, y también me dibujaba a mi. Pasaba el crayón por mi cara y me dibujaba líneas amarillas y se reía. Yo pensaba en las paredes todas escritas de mi departamento alquilado. Después, la escena cambiaba. En vez de un bebé, tenía un perro. Un Golden Retriever con cara de bueno. Se sentaba en el sillón. Pensé en que no tenía correa para sacarlo a pasear. Me desperté.
Recomendados
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión