Me hundí bajo una cama de tierra, ahogando mis pies y mis piernas en su fría y opresiva oscuridad. Quise sepultar también mi cintura, mi pecho, el resto de mi ser, pero entonces noté que sangraba y decidí rendirme. Me quedé allí, sentado, sintiendo cómo el calor se escapaba de mi cuerpo, cómo la vida se vaciaba de mis venas, desangrándome en una tumba sin nombre ni epitafio. Supuse que aquello era el final. El dolor era tan vasto que, por un instante, creí sentir el mismo sufrimiento que mi madre en el momento de darme a luz. Me recosté, aguardando la llegada de una luz que cegara mi sufrimiento, esperando un ángel que me librara de mi cuerpo y me llevara más allá, hacia esa prometida tierra de leche y miel.
Llovía. Y las gotas saladas que caían de mi rostro limpiaban las profundidades de mi alma. Llovía en mi interior, una tormenta que arrasaba todo a su paso, y de manera inexplicable, yo florecía.
Brotaban flores de mis brazos: en tonos púrpura, violeta, rojo y verde.
El dolor comenzaba a menguar, transformándose en una indiferencia extraña, casi reconfortante. Aquella ignorancia me permitió redescubrir el mundo. Y todo lo que antes había sido importante... perdía peso.
El desdén. El vacío del amor no correspondido. La rabia infinita que me devoraba. Todo se desvanecía.
Y aunque no lo deseaba, renací.
Ante mi mandato, todo se volvió pradera.
Ya nada era inherentemente bueno o malo.
Solo un vacío de posibilidades.
Solo quedaba caminar, aunque no quisiera hacerlo.
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