Hoy encontré tus cartas. Arrugadas, con las hojas débiles, frágiles al tacto, escondidas detrás de un mueble como un recuerdo polvoriento que me resistía a desechar.
Decidida a vaciar mi cuarto de fantasmas, a limpiar de basura lo que antes eran memorias, tropecé con tus palabras, con ese amor infantil que nos juramos un día.
Decías que me amabas mucho y para siempre, que no había otra como yo, tan especial. Qué mal han envejecido esas promesas, qué frágiles se vuelven los "para siempre" cuando la inocencia se desgasta.
Se me hundió el pecho al leerlas, no porque te extrañe, no lo malinterpretes, no es tu ausencia lo que me consume. Es la culpa, el arrepentimiento clavado en las costillas, un filo que nunca termina de doler.
Debí ser más honesta, más real, menos cruel. Pero solo era una niña, ¿sabes? Ignorante de la forma en que las palabras pueden cortar, cómo las promesas pueden marchitarse si no se riegan con verdad.
O al menos, debí ser más astuta. La maldad no se me va, se me queda, se aferra a la piel como un recordatorio de lo que fui, de lo que dejé en esas cartas que ahora guardan polvo y que aún me persiguen, como un eco lejano que nunca aprendí a silenciar.
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