Cuento con los dedos para saber cuántas horas voy a dormir, tres si me duermo ya.
Durante el día es otra cosa, no se si es el cansancio de no dormir bien hace varias semanas, o el ritmo del día, pero no tengo tiempo para ponerme a pensar en nada. Pero en el silencio de la noche es cuando los ruidos se hacen más fuertes.
Las cosas están un poco mal, pero tampoco del todo mal. Estoy en el medio del remolino pero parece que empiezo a salir, o entrar más, pero estoy haciendo algo. Si nado demasiado fuerte me canso y me termina de chupar y si me quedo quieto me lleva. Me gustaría poder apagarlo un rato, tener un botón en la nuca que pueda tocar y quedarme tranquilo. Sin pensar en nada, o pensando en cosas que no me preocupen, cosas boludas..
Desde que me acoste que estoy dando vueltas. Agarro el teléfono para escribir, abro las notas y empiezo. No se bien que estoy escribiendo pero las palabras me salen solas. Escribo rápido, como si alguien me apurara. Parece que mis dedos tienen más claro lo que siento que yo mismo. Con cada letra que sale la pelota de ping pong que tengo atorada en la garganta se empieza a achicar. Sigo. Si me pongo a pensar me trabo y se agranda. Intento leer lo que escribí pero nada tiene mucho sentido, desde que empecé no apareció un punto..
Dejo el teléfono y cierro los ojos.
Cuando parece que el cansancio de mi cuerpo empieza a contagiar a mi cabeza, esta hace fuerza y lo expulsa. Me empiezo a acordar de la pelea de ayer con mi viejo. Últimamente solo nos dirigimos la palabra para discutir. Me encantaría decirle que lo entiendo, que yo también tengo miedo y que las cosas van a estar bien. Pero cuando lo tengo enfrente me lleno de ira y me olvido de todo esto.
Cuando era más chico no era así, nos llevábamos bien. Me acuerdo la primera vez que me llevó al club. Yo me la pasaba toda la tarde pateandole penales al arquero imaginario que cuidaba el hogar a leña. Papá siempre me decía que no me apure y que no le pegue de puntin, que si le pego con la parte de adentro del pie puedo elegir a dónde va la pelota. Él me insistía con que tenía que ir a jugar a un club y después de varias veces de decirle que no, accedí a ir a probar a la escuelita que está cerca de la casa de la abuela. Me dijo que conocía al profesor, que jugaba con él cuando eran chicos, yo le creí porque papá conoce a todos. Cuando llegamos a la canchita me di cuenta que era el más petiso de todos los nenes. Lo agarré fuerte de la mano y me escondí atrás de su pierna. No quería saber nada, quería volver al living de casa. El arco era 10 veces más grande que el hogar y los arqueros no eran imaginarios. Las primeras clases solo fui a mirar, me quedaba sentado con papá y trataba de ver cómo le pegaban los otros nenes para después poder imitarlos en casa. Un dia el profesor me preguntó si quería acercarme a patear un penal, me dijo que le habían contado que yo era buenisimo en eso. Lo miré a papá buscando que responda por mí y él movió la cabeza hacia adelante, diciéndome que vaya. Fui caminando lo más pegado al profesor que pude y cuando llegamos me señaló la pelota. Me pare de frente al arco y mire, tomé carrera y le pegue con la parte de adentro del pie. La pelota salió fuertisimo y entró pegada al palo derecho. Fue un golazo. Todos mis compañeros empezaron a festejar, mi viejo entró corriendo a la cancha y me levanto. Los papás de los otros nenes coreaban mi nombre. Los que estaban jugando al básquet en la cancha de al lado se acercaron y empezaron a patear las pelotas naranjas y los de voley reventaban las suyas contra el techo. Las personas que estaban en el buffet se acercaron a ver qué pasaba y preguntaron cómo había sido el golazo que todo el club estaba festejando. Cuando estábamos todos dando la vuelta olímpica a la canchita empezó a sonar una chicharra fuertísima que interrumpió los festejos.
Abro los ojos y manoteó el teléfono. Lo miro, “07:00 AM”. Apago la alarma y me levanto.
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