Me matan en un descuido, en un acto soberbio por cruzar las fronteras de la realidad. Me llaman loco previamente, se ríen y vociferan luego inconexiones verbales asociadas con la materialidad y la fé. Pronuncian dogmas y versículos. Estoy condenado.
Es julio, el frío abrasa los huesos, el viento esparce las nubes dejando ver la luna. Es julio y todos han muerto.
La tierra se cuela entre las patas y el pelaje se mancha de animalidad. La noche se cierra sobre la eternidad y la gente del pueblo se acerca a observar la masacre, otros la llaman Gloria de Dios. Me mantengo de pie frente a ellos, nuestros ojos reflejan lo mismo: la figura del Hombre. El cielo se hace ceniza y algo cae. Le dan demasiados nombres, infinitos, cada uno tratando de captar la esencia de ese Ser. Las alas se quiebran y sobre el círculo de sangre el cuerpo yace envuelto por las llamas. Las plumas crepitan, se desprenden, traspasan el umbral de la religión. Son de tranquilidad y espanto las caras que se ven. Los llamo locos, lunáticos y mi voz se transforma en un aullido inentendible. Estoy condenado. Es julio y el Padre se pone de pie. Báculo y corona teñidos de sangre.
Suenan siete campanadas en algún lugar del pueblo, la gente se dispersa, es momento de congregar, el tiempo de la salvación. El sacrificio está hecho. Una madre llora y toma sus seis hijos restantes. Esta noche ha perdido, pero aún cree que alguien podrá ayudar a su niñito, a esa bestia, dice ella. Empieza el sermón y las balas de plata silvan pero no interrumpen la Palabra. Los gemidos de esa creación divina son solo oídos por aquellos que comparten su misma piel. Están avisados, huyan.
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