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    Relato diurno.

    PaF

    May 21, 2024

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    Relato diurno.
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    Tal vez el relato que voy a contar sea poco creíble. Tal vez solo sea para personas que tienen más desarrollado su límite de tolerancia frente a lo fantástico. O tal vez mi relato sea el resto de un mal sueño y solo tenga el deseo de contar lo que pasó esa madrugada de julio cuando me visitó aquel personaje y cuando mi vida cambió para siempre. No lo sé. Quedará a criterio de quien decida leer esto.

    Entrada la madrugada me encontraba, como era costum- bre, sin poder dormir, sentado en el pequeño e incómodo li- ving de mi departamento mirando sin prestar mucha atención una serie barata donde los personajes huían de algo o alguien que, pasada ya tres temporadas, no se sabía bien qué era. Debo reconocer que la serie tenía un no sé qué que atrapaba a la gente al borde de convertirlas en zombis. Lo cierto es que mi atención había bajado su porcentaje hasta el punto de mirar el viejo monitor de la computadora con un solo ojo. La noche afuera golpeaba las ventanas del quinto piso con una tormenta un poco más típica de lo normal; el noticiero de las 19 había dado un alerta meteorológico que yo había recibo con una gran sonrisa pensando en devorar los últimos capítulos de la serie que ahora me había hartado bastante. Los vidrios de las ventanas parecían haber adquirido un estado gomoso debido a las fuertes ráfagas que los golpeaban y pensé más de una vez en su inminente estallido, pero solo pasaba en mi cabeza. A veces me costaba concentrarme en algo en particular, desde muy chico mi imaginación había controlado gran parte de mi vida llevándome a veces a la decepción de vivir en una realidad donde las cosas que pasaban en mi cabeza no pasaban fuera


    de ella; esto me aislaba de amigos, familiares y parejas. En al- gún momento intenté volcar esta fantasía en un papel y con- vertirla en literatura, pero solo escribí una página mientras me perdía en el sueño de imaginarme recibiendo un premio por un libro que jamás vio la luz y que vaya a saber uno dónde es- tará en este momento.

    El calefactor viejo y un poco oxidado que con mucho es- fuerzo intentaba calentar el pequeño espacio del departamen- to, había pasado a mejor vida. Y lo noté cuando mis pies co- menzaron a doler debido al frío que se desprendía de las pare- des; tal es así que mi imaginación creyó que un vidrio había cedido y que todo, pero absolutamente todo el invierno estaba dentro de mi casa. El sueño me estaba ganando. A esta altura ya no distinguía si el sonido salía de los parlantes o era la tor- menta que golpeaba el edificio. Lo cierto es que de un mo- mento a otro cerré los ojos siendo la hora del reloj de pared lo último que vi y decidiendo descansar unas horas antes de ir al cubículo donde trabajaba. Creo que todo ser humano pien- sa algo antes de dormir; muchos dicen que la cabeza repasa lo que uno hizo en el día. Otros afirman que el inconsciente se apodera de todo el cerebro y comienza a despilfarrar las cosas que no sabemos que están ahí dándole paso a los sueños. Por mi parte me gusta pensar en que el inconsciente sí se despierta, pero arrojando las cosas negativas que uno tiene y abriendo la puerta de las pesadillas. Sí. También soy de las personas que, siendo trillado, ve la parte vacía del vaso. Que resalta las cosas malas de algo antes que las virtudes.

    El reloj dio su última hora a las 3:33 am.

    –La verdad que me cuesta creer cómo alguien puede dor- mir así con este frío.


    Una voz grave resonó en la oscuridad. No voy a mentir, mi primer sentimiento fue el miedo de no saber qué o quién era. Mis ojos nunca se abrieron. Sentía el cuerpo congelado, duro, como si cientos de manos heladas me tomaran deján- dome inmóvil. Sentí miedo. Sentí angustia. Por un momento pensé en la serie que estaba mirando y recordé que me había quedado dormido sin apagar el ordenador lo que me alivió un poco.

    –¡Pst! ¿Dormís, Juan?

    El poco alivio que había generado mi consciente algo dor- mido había desaparecido. No sé si fue el impulso o fue más miedo del que ya sentía, pero mis ojos, sin que yo se los orde- nara se abrieron. Lo primero que vi fue nada, es decir, todo el departamento estaba tan oscuro que parecía que alguien había sellado las ventanas, que alguien había tapiado todo el departa- mento.

    –Oíme algo, pibe, ya me estoy cansando un poco y la ver- dad que mi noche es más larga que la tuya, aunque pensándolo bien mis noches son eternas y todo el día es oscuridad, claro, nadie piensa en eso, pero en fin… ¿estás despierto o no?

    La voz hacía eco debido a la falta de muebles que caracteri- zaba a mi casa.

    –¿Quién sos, qué hacés en mi casa…? Llevate todo y por favor no me hagas na… –la voz me interrumpió y parecía ha- berse enojado.

    –Disculpame… ¿vos me estás confundiendo con un la- drón? –seguido a esto comenzó a reír tan macabro que parecía haber salido de un libro de King–. No te confundas, pibe, yo estoy acá por otra cosa y creo que vos lo sabés bien.


    Del miedo pasé a un estado de confusión que jamás en la vida había sentido. El departamento se asemejaba a una hela- dera, pero del lado de adentro y con la puerta cerrada.

    –Viejo… ¿sos vos? –el recuerdo de mi difunto padre hizo que mi pregunta sonará a novela mexicana.

    –Si, viejo soy. De hecho más viejo de lo que podés imagi- nar –el ruido de una de las sillas rechinó en la oscuridad, no lo había visto, pero tengo la certeza que se sentó–, a tu viejo lo conocí aquella noche en el hospital, un tipo macanudo, no- ble, ya no quedan de esos viste. Hasta me dio un poco de tris- teza como estaba. Bueno, vos lo viste mejor yo.

    Hospital. Enfermedad. Dolor. Todo en conjunto estalló en mi cabeza y sin darme cuenta comencé a llorar como aquella noche. El recuerdo de mi padre otra vez me atacaba por todos los frentes, y no había aprendido a defenderme bien.

    –Es lógico que llores, está en la naturaleza del ser humano. Eso es culpa de la razón viste, el ser humano puede razonar que alguien que quiere ya no va estar más y aunque a veces me lo nieguen es parte del egoísmo que también está en su natura- leza. La gente llora porque no va a ver más a alguien. Porque le va a hacer falta. Es así, pibe. Llorá tranquilo, pero metele porque tengo que seguir viaje.

    De la confusión pasé a la angustia, y de ésta a la bronca de tener sentado en mi living a un tipo que no sabía quién era, que no sabía qué quería y que no me decía qué hacía en mi ca- sa.

    La tormenta se había ido, o al menos eso deduje al no es- cuchar el viento golpear en las ventanas.

    Me levanté del sillón, con una seguridad que jamás había estado en mí. Mientras caminaba hacia la ventana empecé a analizar las palabras que él había estado balbuceando. Hospi-


    tal. Mi viejo. Enfermedad. Dolor. Sí, ya había notado quién era, o al menos quien yo creía que era. Intenté que mi voz so- nara firme.

    –O sea que vos venís a mi casa, entrando vaya a saber uno cómo y no solo me despertás entrada la madrugada, sino que también me traes el recuerdo de mi viejo que vos decidiste lle- varte… ¿me equivoco? –Al terminar de decir esto, que siendo honesto sonó a guión de película, él comenzó a reír de nuevo, pero esta vez no tan macabro sino más relajado.

    –Muy bien, pibe –comenzó a aplaudir–, muy bien, pibe, la verdad me dejás helado, incluso más que este departamento,

    ¿sabés cuánto tardan las personas en darse cuenta quién soy? Mucho. Tengo que llegar y pincharlos con recuerdos feos, do- lorosos. Y no te creas que es algo lindo ver a la gente desga- rrarse de dolor, pero está en mi naturaleza hacer sufrir. –Una pequeña llama se encendió en la oscuridad iluminando un ros- tro cansado. Era un hombre, no tenía ni un poco de la imagen con la que tanto nos machacan. Si me preguntan diría que era un tipo común, un tipo laburante. La llama se apagó dejando solo un punto incinerarte que se movía y que crecía cuando lo llevaba a la boca. El humo comenzó a ganar lugar haciéndose difícil respirar. Nunca había probado un cigarrillo, de hecho detestaba que mi padre fumara. Pero esa noche, a esa hora, con ese hombre en mi departamento, las ganas de fumar me invadieron tan fuerte que sentí el impulso de arrancarle el ciga- rrillo de sus dedos.

    –Está bien, ya nos presentamos. Ahora me gustaría saber el por qué de tu visita –al decir esto las piernas se me aflojaron, sentí un frío que me recorrió el cuerpo tan rápido que nunca noté que estaba sentado en el piso, bajo la ventana, casi derro- tado. Supe el por qué de su presencia, el por qué de tanto frío


    en el living. Él venía por mí. Aclaré la garganta y traté de no sonar tan angustiado, pero era tarde, él me había interrumpido de nuevo.

    –Atendeme, pibe, ¿querés que sea directo? Está muy bien, me gusta las cosas rápidas. ¿Acaso te pusiste a pensar en la vi- da que tenés? Tengo el maldito trabajo de observar todo, y cuando digo todo es todo aunque tu pequeña mente no pueda llegar a entender de lo que hablo. Y a vos te vengo mirando desde que tu viejo… bueno, se murió. Tu vida me da pena y perdoná que sea tan cruel viste, pero es la realidad. Te levantás tarde, tomás un colectivo que se asemeja a un camión de gana- do donde viajás apretado contra otras personas que sienten el mismo asco que sentís vos y donde se está a la espera de que algún punga se robe algo para que todos saquen sus teléfonos y graben el linchamiento de ese pobre pibe. Trabajas nueve horas en un cubículo que es más chico que tu baño, Juan, de- fendiendo los intereses de tipos que ni sabes quiénes son, que en tu puta vida les viste la cara. En eso que llaman oficina no te habla nadie. Ninguno de tus compañeros saben quién sos o qué hacés, sos un número… ni eso, sos un fantasma y debo admitir, Juancito, que muchas veces cuando te rajabas a la te- rraza a fumar marihuana, creí que te ibas a tirar y terminar con todo. Pero no. Te perdías en tus fantasías creando una película donde vos eras el tipo que entraba con una ametralladora al edificio donde laburas a los tiros, matando a quien se te cruza- ba. Sí, Juan, también veo lo que pensás y no puedo creerlo. Y cuando terminás esas nueve horas… ¿qué pasa, Juan… Liber- tad? No. Volvés a tomarte el mismo colectivo que esta vez viene más cargado y con las personas más calientes y con el mal humor de ser esclavos de un sistema que los usa. Pasas por el chino de acá a la vuelta comprás una comida de mierda


    que solo llena las ganas de comer y te quedás hasta las cuatro de la mañana mirando esas series de porquería que no hacen más que agrandar la fábrica de pensamientos podridos que te- nés. No te conozco ningún amigo, solo el colorado ese que trabajó con vos dos meses y que cada tanto viene a tu casa a tomarte la cerveza y a comerte lo poco que ténes. Tu hermana no te llama hace años y claro, tenés dos sobrinos que si te pre- gunto cómo se llaman te agarra un ACV. Y ni hablar de tu madre que se fue a la mierda después de lo de tu viejo y que lo único que hace por vos es mandarte una carta pedorra a fin de año, que veo, acumulás ahí sin abrir. Y ni hablemos de mu- jeres o de hombres. No sé qué te gusta, Juan ¿Y sabés por qué? Porque desde que te vengo siguiendo jamás te vi intimar con nadie o con nada, no sé si soy claro. Y por último seguís penando a tu padre muerto, cuando él, Juan… cuando él ni te quería. Por todo esto, decime la verdad… ¿No es mejor que te vengas conmigo? No quiero quedar como el hijo de puta, pero no te va a extrañar nadie, Juan, es más, ni bien te vayas, tu madre va a vender este departamento asqueroso.

    Mi vida resumida en menos de cuatro minutos. En ese mo- mento yo no era yo, mi cuerpo no me pertenecía más, me ele- vé pegando la espalda contra el techo escuchando a mis veci- nos discutir como lo hacían todas las madrugadas. No supe bien qué decir, me sentía noqueado, acabado mentalmente. Como si cada palabra suya fuera un golpe certero, violento, estudiado. El único sentimiento que pude deducir en ese mo- mento fue el del sueño; quería dormir y que todo fuera una pesadilla más de las que por las noches me cacheteaban las neuronas. Pero a la vez no quería pensar en despertar ¿con qué objeto? Mi vida era una mentira, todo y lo poco en lo que creía no era más que en mis fantasías que nunca se desarro-


    llaban. Me sentía ya muerto, muerto en vida y solo tenía que bajar del techo e irme con él ¿qué más daba? Si nadie iba a enterarse que Juan se había ido para siempre. Mi viejo nunca me quiso y yo lo sabía, tenía presente que nunca había sido deseado y que solo era un accidente. Era a lo único que me a- ferraba y ahora lo sabía certeramente: mi padre me había odia- do. Comencé a llorar nuevamente, pero esta vez diferente. Mis lágrimas eran de desahogo, de haberme dado la cabeza contra el techo y haber reaccionado. Él me escuchaba llorar. Se tomó el tiempo para dejarme pensar, para caer en la cuenta de la realidad que implicaba dejar el departamento e ir vaya a saber uno dónde carajos. Él esperaba sentado, fumando, siempre fumado.

     

    –Pibe –cortó el silencio–, tenés que bajar de ahí. Bajá y en- frentá la realidad, te prometo que no va a doler más de lo que ahora duele, vos te quedás dormido y yo me encargo del res- to… a no ser que… –algo en su voz me daba un dejo de espe- ranza.

     

    –¿A no ser qué… qué me vuele la tapa de los sesos así vos te quedás tranquilo que no tuviste nada que ver? –No sé por qué dije eso, pero me dio pie para bajar y sentarme nuevamen- te en el sillón. Otra vez estaba cara a cara con él, pero ahora era diferente. Yo me sentía otro hombre… o al menos más decidido–. Dale, hablá, por lo visto aún no dijiste todo. ¡Dale, hablá! –Sin darme cuenta había elevado el tono de mi voz.

     

    –…a no ser que me digas un nombre, pibe, decime un solo nombre por el cual yo me apiade y no te lleve. Una persona que quieras, que vos creas que puede hacer valer tu vida. Y no me digas el de tu viejo, ¿ok? Ese no cuenta, ese ya es mío.


    Una pequeña luz de esperanza. Sí, como en una película o serie. Ahora debía preguntarme si realmente quería quedarme o irme. Un nombre y no podía mentir, él lo sabía todo.

    –Ana –dije–. Anita, si Ana… ella –comencé a sentirme co- mo un adolescente–, ella me lo dijo… ¡pero que boludo! ¿Có- mo no me di cuenta?

    –Explicate –dijo con una sonrisa algo extraña–, explicate a ver, ¿quién carajos es Anita?

    –La noche que velamos a mi padre, Ana me abrazó por a- trás y me dijo: “¿Sabés que no estás solo, no? Acá estoy. Y no importa los años que pasen, Juan, yo voy a estar esperándote.”

    ¿Entendés lo que te digo? ¡Ana me está esperando! –Debo ha-

    berme parecido a lo más estúpido de la noche. Pero en ese momento nada importaba. Cada palabra que él me había dedi- cado había servido para darme cuenta que podía cambiarlo to- do. Ana estaba esperándome y solo podía confirmarlo si él no me llevaba–. Me quiero quedar, no me lleves una mierda… me quiero quedar, quiero una familia, quiero hijos, un perro, quiero a Ana. Dale, dejame ir a buscarla…

    –No es tan fácil, Juancito… o qué te pensás… ¿que yo vine al pedo acá? Algo me tengo llevar, yo le rindo cuentas a al- guien viste, no es fácil, Juancito –su voz parecía la de alguien esperando una coima, un peso–. Pensalo bien, ¿qué me ofre- cés?

    –¡No sé, no sé! Llevate a mis vecinos –él rompió en carca- jadas–, llevate a algún asesino, algún violador. ¡Dejame vivir! Dejame ir a buscar a Ana.

    –No estás entendiendo, Juan… me tengo que llevar algo tuyo…

    –Llevate a mi antiguo yo… –dije sin esperanzas.


    –¡Bingo, pibe! –Gritó mientras se paraba de la silla–. Hasta que lo dijiste, a eso vine, a llevarme lo nefasto de tu vida, en síntesis, a llevarme tu patética existencia… o qué era, bueno, en fin –dijo con la voz mucho más tranquila–, me voy. Tengo que hacer, ¿viste? No es fácil ser yo y menos tener que andar dando lecciones, eso sí, esto no es un milagro ni lo tomes co- mo que soy un consejero. Te estoy dando la oportunidad de que le des sentido a tu vida… ¡bah! La oportunidad te la estás dando vos. –Me guiñó el ojo y escuché que caminó hasta la puerta, al cerrarla caí casi desmayado en mi cama.

    El despertador sonaba como todas las mañanas. Me levan- té algo aturdido y en el ambiente aún se sentía el olor a cigarri- llo. Abrí las ventanas y respiré el frío que solo julio podía arro- jar sobre la ciudad. Me sentí vivo por primera vez en mucho tiempo. Busqué en mi teléfono el nombre de Ana y lo marqué.

    La vida es rara.


    PaF

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