Un martes a la mañana un detective entró a la fábrica. Hace unos pocos días, no sabría decir cuantos, uno de nuestros compañeros se quitó la vida en los baños. Fue durante el descanso. Eligió el cubículo más limpio para hacerlo y, seguramente, para no importunar a los encargados de limpieza de aquel día lo hizo tomando unas pastillas. Se nos informó lo ocurrido al terminar el día luego de múltiples quejas por la clausura de los baños, los únicos en la planta donde trabajamos con mis compañeros. Realmente no lo conocía demasiado. Salvo un par de conversaciones que intercambiamos relacionadas al trabajo.
El detective, cuyo nombre olvide al segundo que lo mencionó, me pidió hablar conmigo para conocer un poco más de la situación. No entendí por qué quería hablar conmigo. Yo no era el encargado del sector. Tampoco llevaba mucho tiempo trabajando ahí. Cumpliría quizás tres años la semana siguiente desde mi ingreso a la fábrica. Pero teniendo el permiso de mi encargado, tomé la oportunidad para poder descansar mientras él me interroga.
―¿Era cercano a la víctima?―fue una de las primeras preguntas que me hizo.
―No ―le respondí mientras sacaba un cigarrillo de mi bolsillo.
―¿Diría que era una persona depresiva, triste o con cambios de humor repentinos?
―No lo conocía muy bien, pero me parecía un buen tipo ―le expliqué mientras buscaba mi encendedor.
―¿Ese día presentó algún tipo de comportamiento que indicara lo que iba a hacer?
―Mira, si estaba mal nadie se dio cuenta. Cuando trabajamos no estamos conversando.
Tomo nota de lo que dije y rápidamente busco algo en su bolsillo. Me ofreció su encendedor ya que yo no encontraba el mío. Pero antes de que lo pudiera agarrar me señaló el cartel de prohibido fumar que estaba al lado de la ventana.
―Nadie le hace caso a esos carteles. Lo que menos le preocupa a la fábrica es que fumemos en las ventanas.― Mi comentario pareció incomodar al detective, que se quedó mirando la ventana que estaba protegida con una red. Estábamos en el cuarto piso. La fábrica tenía seis, contando la terraza. No muchos eligieron esta ventana, pero los que lo hicieron quizás todavía tenían alguna esperanza.
―¿Suele pasar mucho? ―me pregunto, un poco menos animoso.
―Ya no tanto desde que pusieron las redes. Qué será hace un par de semanas.
Prendí el cigarrillo y le quise devolver el encendedor. Con un ademán me hizo entender que me lo quedara.
―Hasta ahora ―me corrige.
―Si, pero bueno. Cada uno elige cómo hacerlo.
―¿No te llama la atención que pase tanto y que siempre sea en la fábrica?
―Al principio sí, pero después te acostumbrás.
La primera vez que me enteré que alguien había saltado recuerdo que lloré. No podía entender cómo algo tan grave pasaba desapercibido. Sus compañeros de planta lo comentaron en el descanso, como cuando discutían los resultados de un partido de fútbol. Quien lo encontró era un hombre de unos cuarenta y cinco años, pero que aparentaba mucho más. Explicó los detalles de cómo había caído. Comentó que era una tragedia que ya se veía venir, pero nadie había hecho nada para evitarlo. La impotencia en aquel entonces me generó rabia. Y por desgracia era de las personas que el enojo le llenaban los ojos de lágrimas. Me escondí en el baño el resto del descanso. Pensaba renunciar ni bien me pagaran.
Qué inocente en aquel entonces. Pensar que aquel sueldo me servirá para pagar las deudas que mis padres habían dejado y que otro lugar de mejores condiciones tomaría de empleado a alguien sin experiencia laboral (más allá de aquel primer mes en esta fábrica).
Con el tiempo la noticia es repetitiva y te das cuenta que realmente no hay indicios de que alguien esta agobiado cuando uno mismo también lo esta. Lo único que queda es esperar que tengan mejor suerte adonde sea que vayan. Y que la necesidad de escapar o el deseo de algo mejor no pase por la mente de uno mismo.
―¿Los tratan mal?
―¿La fábrica? Ni hablar. La jornada es larga, no pagan horas extras y si no cumplimos con los plazos de entrega no nos pagan bien.
―¿Y por qué no renuncian?
La pregunta me causó gracia. Hasta me rei. No quise ser irrespetuoso pero mi respuesta igualmente le molesto. Se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared. Esperando una respuesta concreta.
―No tenemos tiempo para buscar otro trabajo. Y tampoco es que tengamos muchas opciones.
La mayoría tenía familias que mantener, cuentas que pagar, adicciones que necesitaban saciarse. No todo era tan sencillo como renunciar y buscar un lugar mejor para trabajar. Pero no gasté mis energías en explicarle eso al detective. Se notaba por su traje, corbata y zapatos que su vida era más fácil que la nuestra.
―No puedo decir mucho pero alguien va a presentar una denuncia contra la empresa.
Se me había terminado el cigarrillo, mientras buscaba otro el detective puso su mano sobre mi hombro.
―Solo te lo comento para que tengas en cuenta que todo lo que me digas puede servir para que ellos queden mal parados. Hasta les podrían mejorar las condiciones de trabajo.
La idea era atractiva. Mejor sueldo, menos horas, más comodidad. Pero era sólo eso, una idea, un deseo. Y si me permitía jugar con eso en mi cabeza iba a terminar igual de mal que los que eligieron la terraza.
―O cerrar la fábrica ―le contesto. ―Ya sé que no es el mejor lugar pero es el único que me aceptó. Si cierra, me quedo sin trabajo ―le explico mientras saco su mano de mi hombro.
―Tenes que tener un poco de fe, si tenemos pruebas de lo precario que es trabajar acá seguro que la denuncia no pasa desapercibida.
―Si alguien denunciara, el que se beneficia es él. Los demás no vamos a ver ni un centavo de la plata que le darían para que no siga adelante.
―Entonces denuncia vos también. Mientras más denuncias, mejor.
―¿Vos de verdad sos detective? ―le pregunto.
La realidad es que no recuerdo que hayan visitado detectives ni investigadores a preguntar por la gente fallecida en otras ocasiones. Tampoco tendría sentido a menos de que pensaran que no se fuese autoinfligido. Lo cual, en todo los casos, no había dudas de que si lo fue.
El presunto detective se quedó callado. No me miraba a los ojos. Con su cuaderno, donde anotaba lo que le contaba, empezó a abanicarse la cara. Hacía calor en la fábrica, te acostumbras, pero creo que los nervios eran los que lo estaban incomodando.
―Para que mentirte ―dijo al fin mirándome. ―No, soy periodista. Escribo una columna en un diario local por el momento. Un amigo mío trabajaba acá y un par de años atrás tuvo la misma suerte que el chico de la semana pasada. Quiero que se sepa la verdad.
De vuelta me reí. Parecía sacado de una de las películas que miraba mi mamá después del trabajo.
―Si me ibas a preguntar si tenés mi consentimiento para usar la información que te di, la respuesta es no ―le digo. Las ganas de seguir esta conversación eran menos que las de antes.
―No me diste mucha información ―me dice y la frustración que seguramente sintió entonces empezó a aparecer en su tono de voz.
―Y no quiero contestar más preguntas ―le informo. Tiro el cigarrillo empezado por uno de los agujeros de la red. El encendedor que en un principio planeaba aceptarlo, se lo devuelvo poniéndolo en su bolsillo. Sin decir nada más vuelvo a mi puesto de trabajo donde me informan que los minutos que estuve hablando con él los va a descontar de mi descanso.
Volví a encontrar al periodista en la puerta de la fábrica. Charlaba con otra trabajadora, más entusiasmada con la idea que le propuso, si algo decían los ademanes de su mano al explicar la situación en la que nos encontrábamos. Parecía no importarle que los demás la escucharan. Lo mire a los ojos, con desdén, mientras señalo con la cabeza las cámaras que los estaban observando. Al entender la tomó del hombro como lo hizo conmigo para que siguieran caminando hacia otro lugar donde seguir la conversación. Esa fue la última vez que los vi. Nunca escuche en las noticias el relato de aquella mujer. Tampoco me encontré con el nombre de aquel hombre en los informativos. No tengo idea de que ocurrió con ellos y nunca tuve interés en averiguarlo.
Seguí mi camino hacia la plaza que estaba a unas cuadras. Siempre intento quedarme un tiempo al aire libre al salir del trabajo. De otra manera me la pasaría dentro todo el tiempo. De la fábrica a mi casa, y viceversa. Ya era de noche, como siempre. Encontré vacío aquel banco que no lo cubrían los árboles. Si no fuera por las luces artificiales la luna y las estrellas se verían perfectamente. El aire fresco llenaba mis pulmones y mi vista cansada observaba hacia arriba. Hipnotizado con la belleza del cielo nocturno. Por un momento me sentí agradecido que fuera de noche el horario de salida. Si no fuese así, esa vista no la tendría. Estaría opacada por la luz del sol.
Y aunque el sol sea una estrella, en nada se parecen. Y aun así encuentro ridículo pensar en el sol y las estrellas como dos cosas diferentes. Será porque las estrellas están a la distancia y no las vemos en su esplendor es que pensamos que son menos que el sol. O será porque el nos brinda claridad y calidez, mientras que ellas solo decoran nuestro cielo nocturno. ¿Será por eso que al sol le dimos nombre, y a las demás las llamamos a todas por igual? Qué desamparo deben sentir por no poder acercarse a la Tierra. Nunca podrán ser amadas como él. Y qué desespero sentirán cuando están en sus últimos momentos y nosotros no nos damos cuenta de su fallecimiento a menos que un amante del cielo nos lo informe. ¿Solo ellos pueden notar su presencia?
Y en ese momento lo entiendí. Tantos meses dentro de ese lugar y finalmente al ver el cielo comprendí la realidad que vivo. Estoy a millones de kilómetros de distancia de las personas. Estoy muy lejos para poder ser el sol de alguien. A nadie le interesa si me extingo porque nadie puede verme con claridad. Y cuando mi cuerpo ya no se mueva y mi mirada pierda la poca vida que le queda, solo una persona lo notara y lo anunciara para que los demás se den cuenta. Como las estrellas, cuando me extinga nadie me extrañara salvo las personas que conocen de mi por su interés particular.
La claridad de ese momento me hizo sentir un escalofrío. Sin embargo, nada cambiaría solo por entender el entorno que me rodeaba.
El reloj marcó las nueve. Me levanté y empecé a caminar hacia mi casa. Al llegar me recosté. Decidí no cenar esa noche. Mi cuerpo no pedía nada más que descansar. Y si al otro dia mi despertador no sonaba, si la luz del sol no entraba por mi ventana y mis ojos no se abrían, lo unico que pedia era que alguien me encontrara y anunciara mi partida.
Un tornillo cayó al suelo
en esta noche oscura de horas extras,
verticalmente, con un leve tintineo.
No atraerá la atención de nadie.
Igual que la última vez, en una noche como esta,
cuando alguien se arrojó al vacío.
― Xu Lizhi
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