Miércoles 1 de Enero 2025
Hay una gotera en la cocina que no cesa.
En mi entraña, el hambre quema como un enemigo que ataca en busca de mi destrucción. Es un recordatorio que va y viene y presagia mi muerte. Muerte, a la que nunca he podido mirar de frente. Muerte que sostiene su propio testamento lejos de las profecías. Muerte que me acecha, escondida en las comisuras de mi espacio.
Y la continua fractura del silencio, y mi irresoluble voluntad herida que me condena a la quietud.
Esta noche, Dios me ha abandonado. Lo se porque llamé hasta desgarrar mi aliento y no pude escuchar ni la reminiscencia de su voz. Nadie que pueda interpretar el delirio en que mi mente se sumerge inexorablemente. Nadie a quien pedir que me tienda la mano. Nadie a quien explicar porque aún temo a la oscuridad.
Yo escogí esta soledad. La busque, desde que mis ojos aún miraban con asombro, y fui corriendo tras de ella, creyendo que escapaba porque me era indiferente. Y la alcancé, una mañana en que ambas detuvimos nuestra carrera para tomar el sol en la banqueta y conversar. Pero su confianza fue tal que me entregó un secreto con el cual aún no se como envejecer. Habrá un día en que su peso termine por romper mi columna vertebral. Y de nada habrán servido las palabras.
Mi reflejo me brinda una prueba de mi crecimiento. Mis huesos estiraron mi piel, pero mis pies nunca aprendieron a fijarse en la tierra. Nunca eché raíces, no supe como. Nunca hablé el lenguaje de la naturaleza. Fui una niña abandonada a la que el viento se llevó volando porque en la aldea no la quisieron, decían que mi llanto parecía un maleficio. Y yo lloraba porque no sabía donde estaba mi madre. Cuando volvimos a encontrarnos, su rostro estaba desfigurado y sus manos temblaban. —Madre, ¿quién te rompió la boca?—. Mamá nunca mas habló, y al crecer me volví su intérprete, pues solo así me perdonaría haber soltado su mano.
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