Jamás había conocido a un hombre tan perfecto, nunca hubo quien pudiera conquistarla en cuerpo y alma como lo había logrado él. Era tan magnífico; la comprendía, la escuchaba, recodaba esos pequeños detalles que ella comentaba al pasar, era divino. Tan divino y atento que todas sus amigas lo odiaban. Ella no entendía por qué realmente. O tal vez sí, bueno tal vez había cometido ciertas imprudencias. Pero con ella jamás pudo ser de tal forma, a ella siempre la trató como una princesa, aunque solo hubo una vez... Los goteos interrumpían su fantasía, no la dejaban recordar bien, pero ella trataba, siempre trataba de recordarlo, de recordar todo lo que vivieron.
Si bien tenía dificultades para aclarar su visión, si existía evento que nunca borraría de su cabeza era el día en que se conocieron. Podía sentir el frío en su piel, el dolor en cada músculo y las espesas lagrimas negras cayendo por sus mejillas. La música parecía haberse apagado, su teléfono no tenía batería y no había colectivo que pasara por allí a altas horas de la madrugada. Fue entonces cuando llegó.
Del espejismo azul bajó él, lo reconoció, por fin un rostro amigable. Le preguntó que ocurrió, ella no podía hablar bien, no sabía si era por la sangre en su boca o por las borrosas imágenes que apenas podía explicar. Él la subió a su auto y la llevó a urgencias. Qué caballero, quien dejaría que mancharan su auto con tan desagradables fluidos y se tomaría las molestias de atenderla. Desde ese momento supo la maravillosa persona que había llegado a su vida.
La llamaron para comer, odiaba almorzar. Todos los días a la misma hora, interrumpían su ensoñación. La comida sabía mal, no sabía cómo debería, todo era extraño aún. Pero no importaba, por qué aún le quedaba él, le quedaban sus recuerdos.
Como aquella vez que ella lo llamó por teléfono y el no contestaba. Por qué no contestaba, no lo recordaba. Seguro estaba muy ocupado. Recuerda estar viendo su teléfono mientras sonaba, pero no oía el ruido de la llamada, había un ruido más intenso. Su madre, su madre en el suelo, su cabeza herida, había mucha sangre. Cree que por eso lo llamaba, sí por su madre; alguien debía llevarlas al hospital. Él estaba tan cerca, a tan pocas cuadras, pero tan ocupado, quien iba a atender la carnicería si el no estaba. Recordaba que estaba hasta altas horas de la noche en su puesto, era tan trabajador.
Las gotas, las gotas no paraban, día y noche. No quería oírlas, no las soportaba. No quería parar de recordar.
Recordaba lo trabajador que era, que le preocupaba las tantas horas extras que hacía. Quiso llevarle una vianda, sí una vianda, le alegraría tanto cuando la viera llegar. Debía hacerle pastel de papa, era su favorito. Su mamá hacía un pastel digno de un hogar. Pero ya no estaba para preguntarle. Trató de hacerlo de todas maneras.
Pasos resonantes, azulejos blancos, trozos y trozos de carne, de piel. Recuerda que algo la horrorizó, recuerda una repugnancia enorme y, de repente, oscuridad.
El balde se desbordó, Luna vino a cambiarlo. Luna era tan buena con ella. Luna lo conocía. Sí, Luna lo conocía, ella debía recordar también. Pero… Luna no quería hablar de él.
Las gotas caen en el balde. También había gotas que caían en su pieza, la pieza donde él la llevó. Debió verla muy cansada luego de pasar dos horas preparándole el pastel de papas. Quién sería tan servicial, quién se tomaría el tiempo para preparar una pieza especialmente para ella, recostarla allí y, por si fuera poco, atar una de sus piernas a la misma para no caerse. Él sabía que ella solía resbalarse al dormir, terrores nocturnos lo llamaban, ella no recordaba desde cuando los tenía. Su psicóloga le había explicado tantas veces, pero ella continuaba olvidándolo. Había olvidado tanto, su claridad mental solo llegaba cuando pensaba en él.
Como cuando ella estaba tan cansada y estresada que a él se le ocurrió que ella permaneciera semanas y semanas en esa cama. El era su enfermero, recordaba inyecciones, pero no recordaba de qué eran, pero si que le daban mucho sueño. Dormía tanto que olvidaba ir al baño, pero el la limpiaba. ¡Qué otro hombre haría algo así! Solo él.
Gotas. No.
Vamos Laura, tenes que tomar la medicación de hoy.
Pero ya estaba por recordar, recordar qué ocurrió. Un día se desató de la cama, sentía que podía moverse mejor, ya había descansado suficiente. Camino entre las paredes de esa casa en ruinas, hacia lo que alguna vez fue una cocina. Pero no estaba él, creyó verlo, pero alguien más había en su lugar. Recuerda que algo la encandiló, pero como si la fuente proviniera de su propia cabeza. Recuerda el dolor de ese brillo, seguido de la ira más intensa que jamás sintió.
Recuerda como su carne se desgarró, recuerda la sangre que brotaba, pero no recuerda donde dejó su arma. Eso la salvó.
Sabe que desde ese día esta allí, junto con Luna y junto con todas sus amigas que escucharon su historia, a retazos, y que no lo querían. Ella ya no sabe como explicarles que él se había ido y que solo había quedado ese monstruo. Ese fue su único defecto, lo que nunca le perdonó, haberse llevado sus recuerdos. Sin ellos, su internación era indefinida.
Luna recordaba más que ella, Luna solía escuchar los recuerdos apenas ocurrían. Recordaba su entrecejo arrugado y sus ojos desbordados en tristeza. Luna si respondió cuando Laura la llamó, juntas desaparecieron al único causante de su dolor. Luna fingió la no conciencia de sus actos, pero Laura realmente no los tenía. La luz que le permitió terminar con ese dolor que ni siquiera recordaba, nunca más volvió a encenderse.
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