La atención verdadera es una forma de amor.
Amar de verdad quizás empiece ahí: en mirar sin apuro, en escuchar sin estar planeando la respuesta, en quedarnos un poco más en lo que el otro dice, sin querer cambiarlo ni corregirlo.
A veces creemos que amar es ofrecer certezas, pero tal vez sea simplemente saber estar, sin cálculo ni estrategia.
Cuando nos vinculamos desde la conveniencia —pensando qué conviene decir, qué callar, qué imagen sostener— nos alejamos del instante.
Nos desconectamos de lo que hay en la presencia del otro.
Y ahí el amor se vuelve idea, no experiencia.
La honestidad, incluso en lo chiquito, tiene algo milagroso: crea un espacio donde el otro puede bajar la guardia y mostrarse. Donde ser no da miedo.
Donde no hace falta ser “interesante”, ni “fuerte”, ni “siempre bien”.
Solo ser, así, como uno es.
Amar dejando ser… amar sin apropiarse… amar sabiendo que el otro no nos pertenece, que no se lo puede guardar ni asegurar.
¿Y si esa fuera la forma más pura de amar?
¿Y si lo que más nos une no fuera la promesa, sino la presencia?
No se trata de renunciar al deseo, sino de aprender a desear sin destruir.
De mirar al otro y pensar: “Qué suerte que existas, aunque no seas mío.”
Amar con gratitud en lugar de miedo.
Amar sin exigir que el otro nos salve, porque ya aprendimos a sostenernos.
Y me pregunto —nos pregunto—:
¿Estamos listos para un amor así?
Uno que no prometa eternidad, pero que mientras dure, sea verdadero.
Uno que nos enseñe a cuidar sin poseer, a mirar sin juzgar, a quedarnos sin retener.
¿Estamos listos para amar sin esconder la ternura, sin negociar la presencia, sin disfrazar el temblor?
Porque a veces el amor no llega para quedarse, sino para despertarnos.
Y aunque se vaya (ojalá que no), deja un modo distinto de mirar el mundo.
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