Ingredientes (aproximados):
– Un libro que te cambió sin darte cuenta [si no lo tenés, sirve también uno que no entendiste del todo]
– 3 lágrimas pasadas de fecha, esas que no se notan pero empañan
– Un puñado de tardes donde no pasó nada, y sin embargo te quedaste.
– 1 cucharada sopera de vacío (preferiblemente ese que duele justo cuando todo parece estar bien).
– Fragmentos de una canción que ya no recordás completa.
– Un abrazo que no diste.
– Silencio (el que se mete entre las palabras cuando ya no hay nada que decir).
– Un sueño roto en pedacitos irregulares.
– Y, como toque final: una esperanza mínima, absurda, casi imperceptible. Como un brote en invierno.
Modo de preparación:
1. Primero, busque un recipiente.
Puede ser usted mismo.
No importa si tiene grietas, si perdió el esmalte, si gotea un poco al moverlo. De hecho, es mejor así. Los recipientes perfectos no permiten que se escape nada… pero tampoco dejan entrar.
2. Ponga dentro el libro, sin leerlo de nuevo.
No se trata de releerlo sino de recordar lo que le dejó cuando no lo estaba buscando.
No revuelva.
Deje que se hunda por su cuenta.
3. Añada las lágrimas, una a una, como si fueran especias raras.
Algunas sabrán a sal, otras a infancia, otras a algo que no tiene nombre pero sí peso.
4. Incorpore el vacío, sin miedo.
No lo mezcle todavía.
Deje que se acomode como el silencio después de un portazo.
Es fundamental no disimularlo. El vacío es parte del sabor.
5. Luego, a fuego lento, agregue los recuerdos sueltos:
la canción sin final, la tarde sin historia, el abrazo ausente.
Mire cómo flotan. Algunos se hunden al rato. Otros se resisten.
No los fuerce.
6. Cuando parezca que nada pasa, que todo está detenido, agregue el sueño roto.
No lo repare. No lo recomponga. Simplemente échelo así, con sus filos.
Lo cortará un poco, sí, pero también lo despertará.
7. Y por último, muy al final, justo cuando ya parezca que no hay nada que hacer:
eche la esperanza.
No mucha. No hace falta.
Apenas un grano, como quien se olvida un poema dentro de un abrigo viejo.
Eso alcanza.
Tiempo de cocción:
Incierto.
Puede llevar una noche.
O varias vidas.
Presentación:
No espere presentación. No espere forma. No espere aplausos ni finales felices. Sirva en un plato que no tenga borde, decore con lo que sobre.
Importante:
Si al terminar no entiende del todo qué cocinó, si no sabe si se curó o se dolió más, si no tiene claro si esto fue receta o ritual:
¡felicidades!
Encontró el punto perfecto de la receta.
Nota del chef:
Esta receta no tiene una estética definida, ni garantiza saciedad. Esta receta no se cocina para llegar.
Se cocina para no rendirse. Para seguir moviendo la cuchara cuando todo parecía quieto. Para volver a sí mismo sin mapa, sin nombre, sin meta.
Pero si se presta atención, si se prueba con el alma más que con la lengua, deja un sabor difícil de explicar. Porque lo importante, como en los libros que olvidamos en la repisa pero nos siguen habitando, no es el resultado.
Es el proceso. El proceso, querido chef amateur, es el único dulce de leche que no se enfría.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión