Acomódate juntito a mí, me gusta sentir tu calor. Haces que entibie mi fría actitud. Perdón si te incomoda el cigarro; es que es la única forma en la que puedo aclarar la garganta para poder hablarte sin titubeos. Desde que te vi, afloró una debilidad en mí por tu color canela, o como a mí me gusta decirle: cappuccino.
Es impresionante cómo me haces enfiebrar cada vez que percibo las vibraciones de tu dulce voz, pero intento no ser evidente. Conversemos, no quites la mirada de encima, porque al mínimo descuido te estaré desnudando con la mirada y me perderé en mis bajas pasiones, imaginando que arraso con ferocidad cada rincón de tu cuello, el cual quiero enrojecer de amor.
Cuéntame tu rutina, lo que te apasiona, si tienes amigos, si tienes enamorado... y también si tienes amantes. En caso no los tengas, yo me ofrezco —de forma urgida— al oficio de amarte.
Se nota que nunca has sostenido un cigarro. No lo saboreas, no sientes cómo quema en cada vía y conducto de tu cuerpo. Da bocanadas lentas y profundas, luego libéralo con delicadeza. Es una muerte lenta y tortuosa para el cigarro, pero es así: tienes que hacerlo agonizar en tus labios. Tú decides qué tan rápido acabas con él.
Nunca he envidiado a nadie, y ahora envidio al cigarro de cincuenta centavos, el cual extingues con suma delicadeza. Pero no envidio su vida, envidio su muerte. ¿Yo también tendré la dicha de morir en tus labios?
Siento que el corazón se me sale del pecho. El tacto de tu piel canela me ruboriza. Tengo la fantasía de acurrucarnos y que me des besitos suaves y húmedos en el cuello… o al menos podrías apagar el cigarro en mi piel. Te mentiría si te dijera que eres la primera a quien le pido esto, porque las marcas en mi pecho me delatarían.
Sírveme más. No lo mezcles. Quiero adormecerme, dejar de sentir tu errante indiferencia, las pausas prolongadas en cada mensaje, las ansias por cada palabrita de cariño. Soy consciente de que todo es producto de mi mente, envenenada por mi subconsciente, pero eso no hace que duela menos… y duele más que cada una de las veces que me usaron como cenicero.
Tengo miedo. Me estoy extinguiendo, y no en tus manos. No es por el tacto de tus labios; es por mi cabeza, que me repite una y otra vez que no tendré el mismo final que tu cigarro.
Ángel.
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