En esta habitación que se ha agrietado junto conmigo,
estas cuatro paredes y este techo bajo me enmarcan,
mientras el tiempo cae, como cae el agua,
como caen los días,
como caen las noches.
Vivo aún como viví siempre, en un estado constante,
de querer sentirlo todo,
de que las cosas me atraviesen y me hagan llorar, desglosar la belleza de sentir,
la simpleza de ver, tocar.
Es un estado hermoso en el que habitar,
desprotegida de la angustia,
haciendo una invitación a que todo me parta al medio,
para jactarme de sentir,
para ser feliz al recortar las piezas de ello,
y armarme con ellas.
Hay algo divino en curar al ser,
en enmarcar las postales de los recuerdos,
de las angustias y las ilusiones.
De sentirlas como propias.
Y ver así a la tristeza como arte al sentirla,
en cualquier momento.
Y reconocer en la emoción la pieza más fina,
cuando te toma por sorpresa una tarde en la
que nada parece conmoverte.
Y entender al amor como una constante
invitación a ver, a ser.
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