Siempre he sido una persona muy cerrada en el tema del amor, porque suelo dar mucho a cambio de no esperar nada. Soy un muy mal negociador en ese ámbito. Sin embargo, últimamente esta pregunta tan sencilla —y hasta cierto punto ingenua, como sacada de una serie romántica o un libro de amor— es una interrogante que nada en mi mente y que no puedo responder.
Seré honesto: lleva años sin disolverse. Es más, en cierto punto se transforma en otras preguntas, y adquiere más intensidad. Esa misma intensidad con la que se formula es la que me ha enseñado a mirar el mundo, y en algún momento, a mirarme a mí mismo.
Durante mucho tiempo creí que el amor era entregarse completamente a otra persona: una especie de abandono humano voluntario que se hace para fundirse en el cuerpo y en la vida de alguien más. Hacer jodidamente todo lo impensable, lo posible y lo necesario para hacer a esa persona feliz.
Sentía que cada flor, cada ocaso, cada respirar del alba, cada verso de mi canción favorita, cada línea olvidada me llevaba inevitablemente a una cosa: a su nombre. Y, en su nombre, a su sonrisa, con esos ojos morenos que me recordaban al atardecer cuando el sol da sus últimos rayos sobre los árboles. Todo, absolutamente todo, me conducía a esa persona.
Pero siento que el amor, como una persona que ríe poco o ríe mucho, es un misterio.
Hace poco miré a esa persona con alguien más, y lo que descubrí en ese momento no fue celos, ni dolor, ni ganas de vomitar —como se menciona en los libros o se muestra en las películas—.
Fue una paz.
Una paz que, en cierto punto, me desconcertó.
Me bastaba verle de lejos para sentirme tranquilo. Esa imagen, tan simple, sin tantos matices y un poco serena, me llevó a replantearme entonces:
¿Realmente estaba enamorado de esa persona o simplemente me aferraba a la idea de que aún habitaba dentro de mí?
Comencé a leer sobre el amor. Entendí que el enamoramiento es un vértigo, una exaltación muy dulce y efímera.
Es como estar en una cata de vino: tomas el primer sorbo de un vino excelente y te embriaga más el momento que el sabor.
Es ese perder la razón por un segundo al verte en sus reflejos morenos.
Es contener el aliento ante una cercanía que corta la respiración.
Es bello, sí… pero siempre es pasajero.
Amar, en cambio, es otra cosa.
Amar es permanecer.
Es compartir lo mejor de ti, lo mejor de tu vida. No inmolarla.
Es querer construir y reconstruir. Es cuidar, sostener sin asfixiar. Es un proceso muy lento, pero muy orgánico.
Como esos árboles que crecen a las orillas del mar, que extienden sus ramas hacia un sol que a veces no les llega, pero que aún así siguen enraizándose en la tierra que les ha tocado. Árboles que no florecen para ser vistos, sino que guardan su belleza y grandeza en el silencio oscuro de sus raíces.
Así es el amor verdadero: no siempre es lo más brillante ni lo más evidente, pero es profundo.
No siempre es visible, pero está inevitablemente presente.
Mi madre suele decirme: "Quien te ama, no te daña."
Y yo quiero sostener esa certeza.
Pero hay días en los que siento que todo lo que toco se evapora.
¿Será que no sé amar del todo? ¿O será que, como los árboles jóvenes, aún busco el equilibrio entre crecer y sostener?
La verdad es que, si se tratara de esa persona, lo daría todo.
No para poseerle, sino para entenderle.
Para acompañarle en su sombra y poder ser su luz.
Para quedarme en sus silencios y aprender poco a poco de su ruido.
Pero algo en mí sabe que no es el momento, que merece más, y que yo aún no tengo lo que merece.
Así me quedo con la contemplación.
Escucho esas canciones que me recuerdan a esa persona.
Miro los paisajes que me llevan a sus ojos brillantes.
Esos cerros que me recuerdan a los hoyuelos cuando sonríe.
Y aunque el mundo y todos giren, yo me quedo como una de mis flores menos favoritas:
Un girasol obstinado, que siempre, siempre busca el sol.
No sé realmente si ese amor será algún día correspondido, si florecerá en otra tierra o si simplemente llegará a un punto en que vivirá como una raíz profunda que me enseñó algo esencial.
Hay amores que no se pueden consumir, pero sí se pueden transformar.
Hay amores que no están destinados a ser, pero gracias a ellos sabemos cómo llegar a ser.
Porque hay árboles que crecen solos.
Y aun así, florecen.
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