Creé mi perfil hace un tiempo y creo que estaba esperando a escribir por primera vez algo que fluyera de una y no algo forzado desprovisto de razones que movilizaran mi elocuencia. Así que bueno, hoy estoy profundamente conmovido y acá va.
En la navidad del 2003 cuando tenía 7 años llegó la que sería el primer perro que tuve en mi vida, Fifí. Orejas grandes, cuerpo largo, pelo de loca, temperamental y nadadora. Ese sería uno de los hechos que marcarían mi existencia para siempre, dado que siendo un niño siempre quise un par, un hermanito que luego no quise tener, pero igual, alguien con quien compartir el tiempo.
Fifí sería entonces mi hermana de otra especie. Luego de ella, llegó Bali, un labrador criollo como lo describió un tío; lo habían botado de una finca, era huevero, se robaba la comida de la cocina y dañaba todo. Con los años en una competencia de bicicletas, botaron dos cachorros frente a mi casa y al finalizar el día, solo una de ellas estaba allí. Lulú, color caramelo quemado que sin pinta de nada se convirtió en una perra inmensa, juguetona, excelentísima madre de gatos huérfanos, ganadora del premio mundial en lamer personas. Al tiempo, había aparecido una cachorra negra que vivía entre el pasto seco que acumulaban en la parte de atrás del hospital y donde el alero del techo evitaba que se mojara, tenía una enfermedad en la piel a causa de los ácaros, supo que si se arrimaba le daban comida. Esa sería La Negris, una perra negra, grande, llena de tetas que dejaban pensar que podría haber tenido 101 criollos y a la que mi papá le construyó una casita en el andén para que pudiera dormir en las noches y a la que solía llevar carroñas para aromatizarla, con el tiempo ella formaría parte de esta ya consolidada manada.
En aquel entonces el problema de los perros en condición de calle era más fuerte, si hoy en día es un lío, en la primera década del 2000 era un tema raro, una locura al plantearles a los alcaldes que se preocuparan por los callejeros. Mi mamá era profesora de infantes y coordinaba en su momento uno de los únicos Jardines infantiles, así que de alguna forma le era fácil hacer algo que toda su vida ha hecho: alimentar animales de la calle. Recogía las carnitas que dejaban los niños para darle a los perros. Allí, conoció a Lassie, una perra cruce de Pastor Collie que habían botado y que un día un conductor de la camioneta del hospital le pasó por encima, dejándola descaderada de por vida y que luego murió en un parto eterno que no fue atendido para ser cesárea de emergencia debido a la negligencia, la falta de veterinarios y especialmente de veterinarios que se preocuparan de perros y no de animales de producción. También allí conoció a Soledad, que le decíamos Sola y que resultó ser la mamá de Lulú, Homero y de Pecas (que llegaría años después a la manada, grande de orejas largas con porte de cazador colombiano y Pointer; con pintas como un Helado de Brownie). Las Alimentó a ellas y también a Palomo, Homero, Lolita y Pinina.
Pinina, en efecto una perra abandonada, era de alguien que encarcelaron por expendio no precisamente de helados y que luego de vivir en la calle y de que alguien le botara una camada de cachorros al río, llegó embarazada a la casa, fue alimentada y luego parió cinco cachorros que conformarían una manada más grande: Zeus que era otro labrador criollo gigante de casi 40 kilos, Hanny de color miel y ojos café claro, Susy y Lucy que eran gemelas de color café con negro y Hércules que murió siendo cachorro y tenía heterocromía como un Husky, a todos mi abuelo les había puesto: Los pininitos. Luego llegaría Conie y Onix, dos cruces de Boxer color Rojo y Negro, temperamentales con los extraños pero excelentísimas cuidadoras de almas.
Cuando pensamos que ya no más, un día yendo para la finca mi papá se encontró una estopa que se movía, tenía una perra con heridas en ambas patas traseras y una en el lomo que parecían intencionales, la vulva y sus pezones dejaban ver un pasado de haber sido explotada en un criadero y tenía pinta de ser una de esas criollas con porte de Beagle que cargan con machos de raza para embaucar gente con cachorros con pedigree dudoso. La llamó Pili, pero respondía por Luna, nos encargamos de hacerle curación e incluirla a la manada de nuestros perros. Luego aparecería Candy, una perra criolla, caramelo quemado y lengua negra con pinta de Chow Chow que llegó luego de parir en medio de una tormenta y ver morir sus cachorros ahogados, secaba sus orines con trapitos que bajaba del alambre y se salía de todas las puertas saltando sin límites.
Ahí paró la cosa, era ya una década recogiendo perros y aunque siempre he pensado que con cada uno de ellos llegaba algo bueno, a veces tener tantos animales era un lío con los vecinos e irónicamente con la alcaldía. Por el estilo, otras grandes mujeres como mi mamá de las que mencionaré a Olga, Marta, Nancy, Nubia, Bibi, Cata, Yuli, Daniela y Caro, se enfrentaron a la sociedad indolente e indiferente con los animales del principio de este siglo y atendiendo un problema social de irresponsabilidad, destinaron millones de pesos y minutos para atender con amor y cuidado a miles de perros y gatos, considerados objetos por sacrificar luego de un mes en una perrera y problemas de salud pública por recoger de las calles o por ignorar y hacer paisaje.
Ahora mismo me pregunto ¿Qué sentido tiene la vida? a veces la existencia transcurre tan rápido que con el pasar de los días, es imposible que las rutinas y la monotonía no imperen sobre la totalidad del tiempo de vida, olvidando que muchas cosas, seres y personas pasan demasiado rápido por ella sin que nos percatemos de que en algún momento, ya es su hora de partir y no habrá más tiempo para compartir. Es imposible no sentirse raro luego de tantos comienzos, queriendo omitir detalles de todos los finales, he vivido la partida de todos ellos, para resumir los he visto perderse sin volver a aparecer, convulsionar hasta morir, amanecer muertos, morir inesperadamente, deteriorarse en tratamientos veterinarios que parecen formas de lucro y no luchas por el bienestar de los animales, no despertar de anestesias, eutanasias y accidentes...
Han pasado 22 años desde la navidad del 2003 en que llegó Fifí, he visto, vivido, sentido y enfrentado emociones que quizá no hubiese querido vivir nunca y que seguramente muchos no quieren sentir. Finalmente es cierto, el corazón roto por la pérdida de un animal es una categoría aparte de dolor emocional y duelo. Hoy dejamos ir a Hanny, decidimos que era mejor aplicarle la eutanasia luego de 16 años y medio de vida, varias condiciones médicas imposibles de tratar y un degeneramiento natural que impedía una evolución en el tratamiento; ojalá fuera igual para los humanos, sin tantos trámites burocráticos. Ella ha sido la última de la manada y la recordaré como la perrita sin cara de nada que recogía hojas de los árboles cuando uno se las tiraba desde arriba y cuando uno bajaba las entregaba como si hubiese sido su tarea, era en extremo dramática pero igual, esa era su “perronalidad”.
Me duele especialmente porque creo que con ella muere también algún fragmento aún vivo de mi infancia, de alguna forma yo también fui parte de esa manada y viví con ellos dos décadas. Aprendí cientos de cosas que no me enseñaría nunca un humano, cosas que agradezco y que me hacen a veces querer ser más perro y menos humano, como alegrarme enormemente al ver a mis seres queridos y demostrarlo, así antes de salir me hayan ofendido por alguna razón, olvidar los regaños y ofensas con facilidad, perdonar, valorar cada instante, sentir más cada momento y zarandear la cola.
Por muchos años dijimos que no tendríamos más perros. Nos dijimos que no, que luego de conocer los gatos, éramos personas de gatos y que los años con los perros se hacían eternos. Aún así, renunciando a esa idea y creyentes de que en cada perro viven todos, en mayo adoptamos a uno con pintas de vaquita, así lo dejamos: Vaquita. Aunque debería llamarse Papeleta, pues tiene toda la energía que yo quisiera tener y las ganas de enfrentar la vida con alegría y no de una forma tan melancólica.
En Vaquita, vive un legado de casi 20 perros que vivieron y comieron en mi casa, una manada de 15 perros que vivieron y nos enseñaron durante 22 años y otros nómadas que encontraron en esta casa un refugio temporal y comida que llenara sus barrigas en lugar de una pedrada.
Para concluir, este es quizás una forma de agradecerles y no dejar que el paso del tiempo los deje en el olvido como si no hubiesen cambiado mi vida. Así que bueno, todas las palabras son pocas para resumir dos tercios de mi vida con perros pero para ellos, todo mi amor y gratitud: a Fifi, Bali, Lulú, Negris, Pili, Pinina, Zeus, Hércules, Hanny, Susy, Lucy, Onix, Conie, Pecas, Candy y también a Palomo, Soledad, Lolita, Homero, Mono, Lassie y las camadas que vimos morir cuando nuestros esfuerzos por salvarlos fueron en vano.
Como posdata, si pueden hacerlo no dejen pasar la oportunidad de adoptar un perro y permitirse la experiencia de vivir una vida en compañía de ellos, no dejen que la rutina consuma lo efímera que es la vida de un perro y disfruten cada vez que les muevan la colita para demostrarles su amor. Quizás ahí encuentren motivos y razones del sentido de la vida.

Daniel Londoño Hoyos
Enamorado de la naturaleza y sus misterios. Crítico del mundo, amante del chisme como metodología de investigación social. El arte como movilizador de ideas
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