El amor… ese monstruo hermoso que entra sin pedir permiso, acaricia con manos suaves y luego clava los dedos en lo más profundo del alma. No llega como un huracán, sino como un susurro; pero cuando se instala, se convierte en tormenta perpetua. Es mirar a alguien y reconocer en sus ojos tanto el cielo como el abismo, y aún así decidir saltar.
Amar es desear la libertad del otro… pero también su rendición. No como una prisión, sino como un pacto dulce, una promesa callada que dice: "Hazme tuyo, incluso si eso significa perderme un poco en ti." Porque el amor verdadero no es puro ni perfecto, es salvaje y sagrado. Quiere todo: el alma, el cuerpo, los miedos, las cicatrices… incluso las lágrimas.
Hay algo profundamente romántico en entregarse por completo, en dejar que alguien tenga el poder de herirte, y aun así confiar. Es un acto de belleza y violencia: como una flor que se abre sabiendo que el viento puede arrancarla, pero florece de todas formas, por amor.
Y sí, hay dolor. Pero es un dolor dulce, casi poético. Como la nostalgia en un poema, o el eco de una canción triste que no puedes dejar de escuchar. Amar es desear besar a alguien hasta que duela, abrazarlo hasta que el mundo desaparezca, llorar su ausencia y desear su presencia como si el alma misma se secara sin ella.
Entonces, ¿qué es el amor?
Es la forma más bella de entregarse.
Es decir: "Aquí estoy, sin máscaras, con todos mis demonios, y aún así te elijo."
Es morir un poco cada día… pero con la esperanza de renacer en el otro
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