El amor es la más dulce de las torturas, la caricia que araña, el beso que corta. Es una rosa sin tallo, clavada directamente al corazón, dejando espinas en cada latido. Nos han vendido la idea de que el amor es luz, pero olvidan que toda llama proyecta sombra, y en esas sombras es donde habita su verdadera esencia: posesiva, obsesiva, cruel.
Amar es desear que el otro nos pertenezca hasta en la ruina. No basta con ver su sonrisa; queremos que llore por nosotros, que tiemble de miedo ante la idea de perdernos. Queremos que su alma se desarme en nuestras manos, lentamente, con la ternura de quien desolla a su presa no por necesidad, sino por arte.
Es en ese filo entre el dolor y la dulzura donde el amor muestra su forma más pura. Porque ¿qué es el romanticismo si no la estética del sufrimiento? Nos juramos eternidad mientras el mundo arde, y bailamos sobre las cenizas de promesas rotas. Cada “te amo” es un pacto silencioso: te ofrezco mi paz, pero también mi tormento.
El amor no es bondad. Es fuego que pide combustible, aunque lo encuentre en lágrimas. Es renuncia, sí, pero también dominio. Es querer que el otro sea libre, pero solo dentro de la jaula que uno mismo ha construido con palabras dulces, caricias cálidas, y cadenas invisibles.
Entonces, ¿qué es el amor?
Es la voluntad de ser herido por alguien que nos besa mientras lo hace.
Es morir un poco en cada entrega, y aun así suplicar otra dosis.
Es la paradoja más hermosa: un veneno que sabe a eternidad.
¿Y qué locura más sublime que desearlo, una y otra vez?
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