I.
Amor, ¿qué derecho tengo yo de escribirte poesía
y entregarte estas palabras mediocres
a las que nunca les diste tu tierna voz?
¿Qué derecho tengo yo de escribirte poesía
y retenerte en esta jaula creada
a base de nostalgias esperando tu regreso?
¿Qué derecho tengo yo de escribirte poesía
si nunca deseaste ser partidario de mi corazón
ni de la tristeza que me acecha cada noche?
¿Qué derecho tengo yo de escribirte poesía
si ya no anhelas pertenecer a mi prosa débil?
Me resigno a tu ausencia y te atrapo
entre los renglones de mis escritos.
(Ser egoísta
con alma pura
es una contradicción,
pero ser poeta
y mantenerte,
no es contradicción, es amor).
II.
Amor, ayúdame a incendiar el lenguaje,
abusa de esta carne ingenua,
arrebátame la poesía del alma
y huye, huye lejos.
Solo así puedo deshacerme de la inocencia
de creer que un verso puede hacerte volver,
pues siempre he creído que el lenguaje es deidad.
Amor, ven esta noche,
bésame hasta que tus labios sean mis letras,
date cuenta de la desesperación de mi boca
al querer que te adueñes de mi lenguaje.
Te escribo,
te escribo,
y lo único que pido es:
ámame,
pero no me escuchas, entonces
¿qué derecho tengo yo de escribirte poesía si ya no quieres ser dueño de mis letras?
III.
Me he dado cuenta que el lenguaje fue creado justo a la medida de tus abrazos, de la luz de tu mirada y de tu ausencia; no existe palabra que no se acople a ti, entonces muero, te juro que muero al saber que pasaré toda mi vida escribiéndole a tu fantasma. Incluso si la última reminiscencia muere y caes en olvido, inventaría un lenguaje nuevo a tu nombre y seré devota tuya una vez más.
IV.
No soy egoísta por no soltarte,
soy poeta,
ese egoísmo se cataliza en amor,
no, en deidad.
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