Por un momento mínimo, intenso, rojo, violento, y tan profundamente nuestro, la caricia se resbala.
Me tocas la mano y, en el instante en que siento tus dedos, el sentido del tacto se me hace agua; el tiempo da una pauta de río para empezar la caricia, el cuerpo de agua, insufriblemente condensado, desemboca al mar de tus senos.
Te siento tan profundamente mía que, por un momento, la claridad marcada por el deseo no tiene otra salida más que las miradas.
Y lo haces: me miras, me convences, me matas sin tregua. Tu mirada me besa, el silencio se agranda; nuestras miradas chocan junto con el sentimiento inenarrable por las lenguas. Tu pupila se hace deseo; mi iris te grita cariño lo suficientemente fuerte para darme cuenta, en ese instante, que te amo.
En ese momento regresan los lirios de agua, la promesa de fidelidad cobra sentido. Los silencios nos hablan, las miradas se callan; el aire viste de caricias imaginarias, nadando por cada brisa salida de nuestras bocas.
Mi amor se hace árbol, las ramas se transforman en promesas, y esas promesas cobran sentido: esa promesa que le hace la hoja del sauce al viento. Esos momentos se hacen eternos, y el amor verdadero nace en forma de espiral de mis dedos sobre tu piel.
Tu piel forma un camino diminuto, casi imaginario, pero profundamente claro; la herejía desaparece y me entrego por completo al dogma de la caricia, al destino del tacto, al camino de besos agoreros que te entrego en el vientre.
Y empiezan a cobrar sentido las promesas:
La promesa que le hace el río a la piedra antes de tocar la arena.
La promesa que le hace la hoja al viento antes de tocar el suelo.
La promesa que le hace el otoño a los amantes antes de que llegue el invierno.
La promesa que te hace mi tacto antes, justo un momento antes, de que se acabe el deseo.
Entre tanto tacto, infinitamente comprometido al placer final de los amantes, aparece tu mirada: hecha planta sobre las moronas de mis labios.
Y entonces jugamos.
Jugamos al braille sobre la piel, al ciego que reconoce cada curva, cada línea, cada secreto sin necesidad de nombres. Jugamos al hereje de sentidos, aquel que desafía lo evidente y descubre el idioma oculto en la vibración de un tacto, en la pausa entre un suspiro y el siguiente.
Cada dedo se convierte en lector y en escritor, cada caricia es signo, cada roce es palabra que no se pronuncia, y en ese juego de lo no dicho construimos un diccionario propio, secreto, imposible de descifrar para otros.
Nos miramos sin vernos, nos tocamos sin tocar, nos hablamos sin sonidos; y en la densidad de esa luz invisible comprendemos que el amor verdadero también se aprende en silencio, en trazos, en el movimiento exacto del tacto que nombra lo que no puede decirse.
Y descubrimos un nuevo lenguaje, ese idioma olvidado y solo recordado en momentos de extrema lucidez, ese lenguaje leído en braille, encabezado por el puntillismo infinitesimal de la lengua, el recorrido al limbo de lo eterno serigrafiado en tu piel, cada paso por ese sendero despierta una vez más ese lenguaje olvidado, ese camino menos transitado, el brebaje canónico de las almas, el cariño intrínseco de los amantes.
Por lo menos antes,
un momento antes,
de que acabe el deseo.
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