El arco de las gafas le resbala por el puente de su nariz cuando su piel comienza a demostrar los estragos del calor. La temperatura en la ciudad es incluso más intensa que en los alrededores. El asfalto, las grandes edificaciones y la contaminación, crean una capa densa y olorosa. YoungHo ha de cumplir treinta y uno el año próximo, edad importante para quienes intentan codearse con él en busca de respuestas. La curiosidad humana nunca le resultó agradable ni simpática, tampoco pudo sopesarla como algo propio del hombre, y de la mujer en todas sus edades. En todos sus envases y en cada formato traspapelado entre intenciones varias. YoungHo no tenía necesidad de asistir a la universidad, pero iba a ello con cátedras informativas en donde la práctica se quedaba en lo básico. Verlos sentados antes de involucrarse le sirvió para asumir sus nulas habilidades. Un sin-talento tan evidente como el hedor a alcohol que se emanaba cada lunes por la mañana. Faltos de glándulas y auto-control, se veía obligado a escucharlos cuando sus proyectos escritos eran una auténtica mierda. Había quejas y alguna que otra amenaza que no se salía del margen, quizás por el aura que irradiaba y las miradas que les daba. YoungHo era un hombre alto, muy alto, fornido y bien parecido. Tenía indicios de su padre y su madre, pero eso nadie más podía saberlo. Las puertas de su casa permanecían cerradas para el público. Solitario y mezquino, justificado en no haber tenido hermanas ni hermanos para aprender lo que era compartir. Cómo sabía hacerlo, y cómo se oía. Sin peleas hasta que cumplió edad suficiente como ponerse de pie frente a los matones de turno. «Seo YoungHo», entonación en boca de autoridades que esperaban la llegada de su padre mientras su uniforme permanecía arrugado y manchado.
Hasta la fecha, detestaba terriblemente que nada estuviera en su lugar, y que, por ende, sus ropas se percudieran. Mas, lejos de un terror a los gérmenes, era absoluto conocedor de sus propias limitaciones. Así como también lo era a la falta de voluntad cada vez que su progenitor optaba por castigarlo. Golpearlo, escupirlo y finalmente lanzarlo con las alimañas nocturnas. El YoungHo de diecisiete terminaba recluido en la insulsa y fría cabaña que habían construido una década atrás en la parte trasera de la casona. Su existencia se había conservado de esa forma hasta que su abuelo le tendió la mano para llevárselo. El viejo le enseñó todo lo que pudo, y cuando estuvo a punto de morir, lo preparó para que pudiera sentar cabeza dentro del negocio. La parábola que se trazó de ahí en más, infería con templanza a la bestia que lo comía vivo desde adentro. Después de todo, en él cabía una disparidad de peligros inminentes que nadie podía controlar. Nunca había sido un hombre de bien, ni siquiera después de tornarse con sonrisas leves ante las lentes de las cámaras que le ponían en la cara cada vez que surgía un motivo de festejo. YoungHo no era maestro, pero ejercía como algo similar cuando el despojo de sus manos se consideraba un arte necesario de imitar. Los jóvenes parecían interesados por lo que leían en foros de Internet, pero acababan sedados por la envidia cuando notaban su porte. Detalle que, sin embargo, llamaba la atención de las mujeres que asomaban las narices en los anfiteatros, y en los pasillos que recorría sin prisa en busca de un rincón alejado para fumar.
Alguna vez leyó por encima un artículo en el que se mencionaba la facilidad con la que un loco podía someter a los demás con solo mostrarse como un ideal lejano al alcance popular. No se sentía especialmente deslumbrado por la retórica, pero tal vez la autora tenía algo de razón. Una que podía hilarse muchísimo más fino y a fondo. Eso, de tener los condimentos necesarios y un figurín específico como él mismo seleccionaba mientras se sentaba detrás del escritorio, y a través de los lentes, observaba rostros trémulos, enojados y sonrojados. Muchachas en la flor de su juventud, cabellos largos y ondulados. Maquillaje, labial y perfume mezclado raramente en el ambiente. En pocas palabras, componentes que se anularían frente a la inminente llegada de la muerte. Todos ellos no eran más que botargas llenas de tripas y órganos. Contenedores de flagelaciones varias. Memorias tiernas y agridulces. Experiencias en las que sentaría sus bases antes de avanzar. Lo débil de la carne, y las palabras en un festín discursivo. Promesas y enredos. YoungHo no era real, no lo era ante la fascinación gentil de su cara al cambiar y remontarse al mutismo con risas amargas.
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