El techo estaba húmedo. El agua caía en gotas lentas que manchaban la pintura hasta volverla gris. Las paredes parecían mal pintadas a propósito, como si alguien hubiera querido tapar algo y se hubiera rendido a la mitad. Las ventanas apenas dejaban pasar luz; tenían polvo pegado a los bordes y unas rejas oxidadas que crujían con cada soplo de viento.
Ella estaba sentada en la cama. El vestido amarillo le quedaba grande, los pies colgaban sin tocar el piso. No lloraba. Solo me miraba a ratos, como si quisiera preguntar algo y no se atreviera.
—¿Por qué temblás? —exclamé.
—Tengo miedo —musitó, al fin, aunque el tono iba a la par de un secreto.
—¿Y lo malo? —Me apoyé en el marco de la ventana, sin mirar al exterior. Sin quitarle los ojos de encima—. El miedo te mantiene viva.
Se abrazó las piernas, hundiendo la cara entre las rodillas. El silencio se volvió insoportable, pero más lo eran sus cuestiones poco olvidadas. Sufrían el eco de mi resonante voz en la pequeña sala, cuando decía lo que debía dé, no lo que quería.
—¿Me van a lastimar?
Tragué en seco.
—Depende a qué te refieras. Allá afuera todo lastima; respirar en el viento en invierno, cargar bolsas de compras, caerse por correr sin cuidado, las palabras de una madre... —Mi voz se quebró apenas, como si hubiera rozado algo enterrado demasiado hondo.
Ella levantó la cabeza, los ojos enrojecidos, húmedos, sin lágrimas cayendo todavía.
—Pero acá hace frío —acotó. Suspiré, conteniendo demasiadas palabras—. No es lo mismo.
—¿Te pensás que yo no tengo frío también? Encima tengo que quedarme acá con vos, ¿Te parece justo?
No contestó. Se encogió otra vez, apretando el vestido amarillo contra el pecho, como si la tela pudiera servirle de escudo
—Estamos solas. Acá nadie te puede hacer daño.
Pero no lo juraba. Nada estaba escrito en piedra. Mi mente solo lo repetía, incontables veces, hasta embriagarme con esa amargura inmedida de desesperación. Como grabado en mi mente:
No podés cuidarla, Athenea. No tenés la capacidad. Sos tan débil como ella.
—¿Por qué yo? —preguntó, apenas audible.
El aire se me clavó en los pulmones. Me mordí la lengua. Tenía tantas respuestas como silencios.
Me incliné para hablar por lo bajo, invitándola con un gesto de mano simple a ladear la cabeza. Exigiéndole que tome mis palabras y las reproduzca en ella.
Porque a veces hay que encerrar lo que más duele perder.
—Porque no te portaste bien.
Abrió la boca, pero no salió nada. Solo un temblor en los labios, como si su tono se hubiera congelado a medio camino por la falta de calidez en el aire.
—No quiero estar acá…
—Yo tampoco —respondí, más por capricho que por deber.
La miraba en la cama, encogida, con los dedos apretando el vestido como si pudiera borrarse en la tela. Había algo insoportable en su quietud, en la manera en que respiraba con miedo pero sin atreverse a llorar.
Pensé en lo frágil que parecía, en lo fácil que sería romperla, y sin embargo estaba ahí, resistiendo. No sabía si me irritaba más su miedo o su terquedad. A veces parecía tan débil… y al mismo tiempo me resultaba una costumbre abrazante. Escalofriante.
El goteo del techo marcaba un compás irregular. Yo lo seguía con la vista, fingiendo que observaba detenidamente, pero en realidad no podía dejar de mirarla.
—¿Puedo ir al baño?
Escuché su timbre tan fuerte y claro, resonando en mi canal auditivo como un puñal que se te retuerce en el vientre. Y algo hizo click. No eran palabras sueltas. Y las cuestiones, que no sabían responderse, caminaron ante una pared de humo sin ráfagas ni compaces.
Nadie molestaba ni hacía eco en la puerta. Hace un mes desconecté el teléfono de línea y tiré los zapatos de mi hermana al fuego. Eran sus favoritos. Aunque me los prestó, nunca preguntó por ellos. Ni por mí.
Alcé la vista. Esta vez me lo permití y, con sigiloso tacto, reclamé un lugar en la ventana, reemplazando el polvo con mis huellas. Fantaseando una vista de película a mi paso. Culminando en mi frente contra un vidrio prisionero de la pared más insípida, en un edificio igual de olvidable.
Dejé corrido el panel de cristal, permitiéndome el aire nocturno de la, casi, primavera. Mis dígitos viajaron al encuentro del futuro más real que habría imaginado.
Y en lo único que podía pensar era la sonrisa de mamá en ese Fiat rojo. Sacudiendo la mano antes del adiós terminal. Vociferando que sería la "Bella" más linda con mis volados amarillos y una rosa en mi mano. Mirándome solo a mí. Notándome, socorriéndome, cuidándome de esta sombra que me posee totalmente ahora. Me hace suya entre gritos mudos que solo yo oigo y sufro. Y me retuerzo tristemente en el intento de apaciguarla.
La áspera presión podía sentirse en mi cuello acorralando mis palabras. Era propia, ya no más de sueños rotos y vacíos. Estaba entera y me pertenecía cada parte. Lograba palparme dentro del polipropileno u algodón. Lo que fuera que sea. Existíamos juntos, para complementarnos. Yo anclada al piso, aunque no por mucho. Mi complemento, al techo.
Un calor familiar cubrió mi diestra entre sus palmas, como salvándome del colapso y aventándome a la posibilidad de terminarlo todo. Tan pequeña. La mitad de mi altura, azabaches hebras, ojos grandes y redondos. Acompañada de una curiosidad infinita y los más puros recuerdos que ya no porto ni controlo.
Le debía una respuesta. Y eso le di. En vísperas del último salto al vacío. Dentro del cuarto que era mío desde los cuatro años. Con el mismo cuerpo que recibí en este mundo, y del que iba a liberarme.
Afiné entre sílabas mi fin, sin pausas, antes de empujar con mis pies el banco que impedía mi mayor muestra de amor. La obra de arte que quería colgar, algún día, en galerías internacionales, pero yacería en soledad en mi nido sepulcral.
—Sí, Athenea. Te podés ir.
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