Me arden las manos de recuerdos,
eres mi fuego prometéico y su castigo,
el conocimiento de la existencia
de tanta belleza y amor fatuo
en este mundo frío, apagado y vulgar;
saber que esto que me has hecho conocer
no lo puedo robar, no puedo ser dueño,
el dolor perpetuo e insuperable
de lo imposible.
Descendiste radiante, desbordando dulzura,
junto a tu lenguaje religioso,
convirtiéndome en pecador
al hacerme soltar mis viejas creencias;
te convertiste en el receptáculo de mis deseos.
Tu ausencia me carcome el alma,
me lastima el honra,
y la seguridad de tu existencia,
omnipresente,
me cura de todos los males
en cada nación de todo amanecer.
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