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Prólogo del "Tratado sobre la violencia" de Regina Lovkinson

Mindelo

Nov 23, 2024

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Prólogo del "Tratado sobre la violencia" de Regina Lovkinson
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En la abrumada noche, al sentir el fuego ajusticiandole los pies, y sin ningún ímpetu de desatarse, Helga vio los ojos impacientes de los pueblerinos, que pedían sangre, venganza o cualquier adjetivo animal que permita eliminar a la conocedora de hechizos. El dolor fogoneante le achuraba los dedos que ya no sentía. No se dignaba a mirar hacia abajo cual soldado de turno que no mira a los ojos de Medusa, con miedo a saber la realidad, a cómo quedará su cuerpo en apenas un par de minutos.

En esa ráfaga de segundo pensó si su cuerpo simplemente quedaría hecho cenizas o si algún resto de carne de lo que ella fue seguirá -ahora solo como un bulto encenizado- existiendo. Pensó que si algo quedaba de ella, quizás los pueblerinos se los tiren a los perros callejeros, que comen de todo menos pasto, o simplemente jueguen con lo no quemado hasta aburrirse. Prefirió que su cuerpo desapareciera por completo tras la larga agonía de fuego. Sólo inquirió en dolores los apenas diez minutos que soportó con vida, que ahora al decirlo suena fácil pero te reto a poner el dedo sobre la hornalla de gas por diez minutos. Luego pies, piernas, genitales, brazos, torso, cabeza. 

Algunos llegaron a pensar que Helga era ignífuga gracias a algún antiguo conjuro que aprendió en sus conocidos viajes a Egipto. También los rumores del bosque decían que la habían visto comerse un conejo crudo y sucio, así nomás, recién cazado, agarrándolo de la cabeza, cortando con el filo de la cuchilla su suave pelaje y llevándolo a su boca sin siquiera lavarlo. Si fueron verdad no lo puedo confirmar, más sospecho que alguna intención había en quienes difundieron los relatos.

Un grito voraz largó su garganta como queriendo escaparsele la voz de su tráquea, un sonido que cruzó el bosque y llegó a varias aldeas cercanas. Maldecía y vociferaba en distintos idiomas, cosa que aumentó el odio de los pueblerinos que lanzaban piedras filosas. Padres jugando con sus hijos a ver quien le acertaba al cuerpo casi sin vida de la "pagana", madres que veían un ratito y volvían dentro de sus casas a terminar el pan casero, el guiso o lo que fuera que estén cocinando una simple tarde de mayo. La siniestra escena de domingo irrumpía la quietud de la comuna Andersen, en los gélidos montes de Escocia. 

Murió mirando al cielo.

En el público, casi sin ver pero anoticiada de los acontecimientos, se encontraba Margu Lovkinson, su alumna secreta y compartidora de pociones, que aprendía rápido el arte de las Indómitas -nombre que ellas se habían puesto y que les causaba risa-. Ellas se encontraban los sábados por la noche en el alejado refugio de Helga, la dama de fuego. Margu recuerda en sus escritos encontrados que había que pasar por una serie de trampas hechas de fierros, dientes de alambre que muerden al peso del transeúnte y guiarse por señales imperceptibles para el pueblo común, hasta llegar hasta el final del laberinto. Y al entrar a su casa observaba con detalle los libros, las especias, su ropa que olía a jazmín, las plantas coloridas que se robaban el oxígeno. Aprendió sus mejores trucos y conoció por fin a alguien que le tienda una mano.

Margu miraba ya no con tristeza -porque lloró demasiado en esta vida-, sino con odio, con rabia. Aunque bien sabía que su venganza se cocinaría bien lento como el caldero de Helga, porque los pueblerinos no tendrían problema de aprovechar el fuego y mandar otra maldita a la hoguera, ahí mismo, para continuar el espectáculo. Masticando la bronca se fue con la cabeza gacha. Ya no se animaba a mirar hacia las luces de fuego, la hoguera, el palo que la sostenía y cientos de sórdidas mentes vitoreando alrededor. Quiso correr hacia la casa de Helga y encontrarla, pero todo lo que le pertenecía se quemaba junto con ella. Sólo quedaban algunos de sus animales colgados como trofeo.

Margu decidió alejarse de Andersen, con sus pocas cosas como equipaje, más bien tenía guardado en sus recuerdos los hechizos, las pócimas y los conocimientos para hacer saltar el escarmiento ante el pueblo ya maldito. Porque Helga los maldijo al decir sus últimas palabras. Porque Helga sabía que Margu, la abandonada, la vengaría sin escrúpulos.

Al pasar los meses, la tranquilidad reinaba en la comuna. El pastor Gilligan celebraba que nadie que quiera imponer otras ideas fuera de las verdades del Señor. Las cosechas dieron buen resultado y la economía de Andersen iba viento en popa. Un día gris, la comuna amaneció con seis ovejas muertas y ordenadas simétricamente en el mercado popular, la danza de las Indómitas había comenzado. Ante la incredulidad imperante, el médico del pueblo, Robert Goslek, las inspeccionó y concluyó que era muerte natural lo sucedido al sexteto. Las tiraron a los chanchos. A los dos días, diez chanchos, que comieron de las seis ovejas cayeron muertos ante los ojos del comisario Ménzaguv, que puso en toque de queda al pueblo que demandaba respuestas.

Margu sabía que la venganza de Helga se llevaría a un par de inocentes, aunque la magnitud del castigo requería sacrificios no tan llevaderos. Y un niño de tan solo cinco años cayó en las garras de Margu, que rondaba por los bosques en una calurosa mañana. Ella misma se apersonó al pueblo luego de una improvisada retirada que duró seis meses y que concluiría en la misma mañana en que el pequeño Julius Gerard se esfumaba de la tierra.

Cuando lo encontraron, Goslek lo examinó. Tales fueron los arremetimientos del cuchillo afilado que la cara de Julius se perdía entre garabatos. Carente de lengua y sin la oreja izquierda su cuerpo demostraba salvajismo.

Sólo dos días bastó para que la pueblada encontrara a Margu, que había sido vista con el niño por los hermanos Priebke, que casualmente jugaban en los árboles aquel día. El castigo hacia ella, inenarrable.

Se sabe entre rumores que mi lejana pariente hechicera murió recién en una semana, siete días en que la comuna se encargó fervientemente en que le sean los más lentos de su vida. Con una paciencia que sorprende, desde el lunes hasta el sábado, entre treinta y cincuenta personas se dedicaron a la delicada expiación. Se los veía hacer fila en la Iglesia Presbiteriana esperando su turno para dejar ahí todos sus demonios.

Y al séptimo día, la misa.

Un último domingo lluvioso le regaló este mundo a Margu, que todavía tenía los sentidos intactos. Alrededor de doscientas personas concurrieron a la misa del Pastor Duke Gilligan, que cargaba una sonrisa de oreja a oreja. Depositaron su cuerpo lleno de cortes y quemaduras en la mesa de mármol en donde Duke decía sus monólogos. La algarabía del público no cesaba, así que el Pastor alzó las dos manos y con un pequeño gesto hizo que la Iglesia se silencie. Goslek, el médico que vio el cuerpo de Julius, estaba ahí. También Ménzaguv mirando de reojo al pie del taburete en dónde yacía Margu. Se decía en los pasillos de la Iglesia que el comisario se presentó ante el Pastor como el posible ejecutor de Margu, al igual que el padre de Julius, pero que Gilligan se adjudicó la responsabilidad de tan aberrante hecho por causas divinas: “el castigo hacia la pagana debía venir directamente de Dios”.

-¡Tenemos aquí a alguien que ha desobedecido los mensajes del Señor! -dijo mientras la miraba de reojo- ¡Alguien que ha traído, junto con las otras horribles brujas, herejías dignas de Mefistófeles! -La enunciación del nombre del capturador de almas opacó la sala, el cielo se ennegreció y los pájaros dejaron de chirriar; en la sala no se articulaba palabra alguna más que la del sacerdote, que con bravía enmudeció al pueblo entero. Duke siguió enunciando los oscuros secretos de Helga, Margu y las otras, aún sin nombre ni paradero conocido, que iban a ser buscadas incansablemente por órden de Ménzaguv, día y noche, hasta que su existencia sea nada más que un recuerdo pasado. 

-¡Vean ésta maldita cara! -Duke la zamarreó del pelo, mostró su bello rostro hacia la multitud y prosiguió-. Ésta indigna, con sus pequeñas manos, mató al hijo pródigo de los Gerard sin compasión, sin demostrar rastros de humanidad alguna en sus actos. 

Según los rumores, Margu quiso decirle algo al Pastor, algunos decían que quería pedir el perdón, otros que simplemente pedía agua. Otros vieron su mano izquierda manchándole con sangre las vestiduras sagradas, al cual el Pastor respondió con una cachetada y un escupitajo. Las risas tras esto llegaron como el mar. Veinte minutos de monólogos, de frases idílicas, de sermones preparados. El Pastor nombró todas y cada una de las torturas que le realizaron a Margu esa fatídica semana. Alfileres dentro de las uñas de pies y manos que permanecían sucias y mal cortadas. Muslos quemados con tabaco negro. Cuerpo completamente afeitado, con cortes de cuchillos en piernas y torso. Los senos quemados con tabaco negro. El pelo rojizo cortado con cuchillas de jardín con nulo propósito estético. Eso sí, la cara intacta. Los labios secos, sus ojos café y sus predominantes cejas todavía demostraban su hermosura de sirena.

El pueblo hizo fila para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo teniendo que pasar por al lado del cuerpo de Margu. Algunos permanecían observándola fijamente, con los ojos enrojecidos del odio, imaginando un castigo aún más severo; otros la miraban de reojo con el miedo de que la pagana todavía tenga algún “poder mágico”. Al finalizar el Pastor agarró una túnica que sacó de una caja de oro. Cuatro monaguillos jóvenes sentaron a la Indómita en una silla fría y la ataron. Sus últimos suplicios se acercaban. Con la túnica blanca, Duke Gilligan terminó de matar a Margu, ahorcándola con la fuerza que le bajó del cielo, con el trapo que luego se quemaría junto con su cuerpo en la hoguera de Helga.

El ciclo de violencia nunca se cerró en aquella comuna, cada individuo se criaba con sangre en sus calles, con odio al prójimo. La sociedad que las excluía; Las Indómitas que buscaban venganzas cada vez más hirientes; La caza de brujas de Ménzaguv que dio más que resultado. Muchos inocentes sufriendo en la nada, en el frío, en la violenta idiosincrasia despojada de empatía que caracterizaba la vida en aquellos días en los que el pueblo mató y murió. Oscuros días si los hay.

Hoy, tiempo después, rememoro la historia de una lejana familiar, pero que me sirve de introducción para demostrar la violencia intrínseca del ser humano, de cualquier civilización, una pulsión natural que puede aumentar en el ser humano según su contexto, crianza, estados psicológicos, comodidades económicas y socioculturales, etc. Cada familia debe tener una historia parecida, tan lejana como olvidada, sólo que algunos fueron Margu, otros Gilligan, Goslek, Ménzaguv o hasta el pequeño Julius. Todos parte de una vida violenta, de una pulsión innata imposible de evitar.

Regina Lovkinson.

Mindelo

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