Desde que Julieta se propuso finalmente rendir la última materia, esa materia que insistentemente se resistía a dejarse domar, estuvo atareada y muy nerviosa. Decía que la tenia de hija porque ya había sucedido varias veces: en Metodología Estadística reprobaba una y otra vez. No podía entenderlo, era la última de su plan de estudios, solo eso le faltaba y si aprobaba se recibía. Julieta había hecho de todo, hasta había concluido su tesis, hizo prácticas, realizó congresos, viajes de campo, pero el examen la desarmaba. Ya estaba harta, llegó a pagarle a “profesores” particulares, o algo así; después de todo en ciertas áreas académicas no era tan fácil conseguir quien te enseñe, y la frontera entre el colega y el superior no era del todo clara, aún así, y pese a lo invertido, la seguían bochando.
Esos días sus nervios se tensaban, sin embargo sabía que esta vez sería distinto, estaba segura, Julieta poseía la entera convicción, y la seguridad de que podría… claro, se dijo viendo la hora, si es que se despertaba a tiempo. Se acostó esa madrugada con los ojos cansados. Le costó dormir, aunque lo hizo plácidamente. Esta vez pasará, lo sabía.
Por su parte, no muy lejos a unos kilómetros de allí, Manuel no estaba en paz, este caballero hacía poquito tiempo que había apostado fuerte con todo lo que tenía a un emprendimiento de café, pero ahora las cuentas no le cerraban. No había terminado la carrera de ingeniería. No había podido y aún se preguntaba por qué. Odiaba que sugirieran falta de capacidad, sobre todo en un mundo donde al parecer la inteligencia se mide en los medios para resolver una ecuación, donde que “te de” o “no te de” reside en el “espíritu”. Sin embargo, pronto descubrió que no era su vocación, en este momento se había lanzado al mundo comercial. Él sabía algunos secretos técnicos sobre las máquinas, tenía alguna pequeña formación, era un apasionado del café y conocía sus características físico-químicas, pero pronto entendió que la gerencia no requiere saber ese tipo de cosas, de todos modos, hacía gala de ser un hombre multifacético y nadie podía negarlo. Su establecimiento se encontraba en el shopping local. Era un bar fino acorde a su gusto sutil, aunque pensaba que si los impuestos seguían aumentando, no sólo no tendría cómo pagarlos, sino que nadie querría tomar café en absoluto.
A las 7:37 alzó su mano derecha para que a lo lejos pare el colectivo. Mientras el vehículo se detenía arrojando un polvillo blancuzco con olor a gasolina, miró de reojo en dirección a la plaza y vio a una joven que venía colorada por el sudor correr hacia él, era Julieta, llevaba una mochila, cola de caballo, grandes lentes, su contextura era menuda y delgada. Algo le pasaba, y una mezcla de pánico en ella le hizo pensar que era importante, así que subió de a poco al ómnibus. El chofer ante la demora de otro impertinente miraba enojado.
La joven ascendió al colectivo, se sentó nerviosa en una silla, miró fugaz por la ventanilla, se preguntó si llovería y notó que no llevaba paraguas, tampoco alcanzó a elegir una muda, y sabía que sus amigas la esperarían con los ingredientes típicos de estas circunstancias, en este momento se sorprendía al pensar que nunca creyó que pudiera desear de esta forma que la embarraran, sin embargo, cuando la última vez falló en estadística y vio la desilusión de todos sus seres cercanos, hubiera dado la vida por un poco de yemas de huevo en su cabello negro y lacio.
Manuel bajó en la avenida del centro comercial. Cuando pasó la puerta automática del shopping, el guardia lo saludó con cortesía, pero él se retrajo, tenía una fobia algo absurdamente justificada, es decir, fobia en sentido que se dice x-fóbico, una especie de odio y desdén sin estar desprovisto de cautela: toda fuerza de seguridad lo turbaba, de modo que como solía hacerlo entró cautamente al edificio. Ya en su local, sus empleados habían abierto, lo esperaban en su sitio. Como dueño del bar hacía de todo, atendía a la clientela, pero también servía el café y hasta se lo llevaba a los parroquianos a veces. Ese tipo de actitudes eran, es sabido, propias de un local pequeño, pero eran las que le daban el prestigio delante de sus empleados, que por cierto comprendían la situación delicada en que se encontraban.
¡Un 6! Al fin aprobaba la estúpida materia, sonreía con una especie de moderación de quien aún no ha caído, entonces le envió el mensaje a Marisa para decirle como quien no quiere la cosa, que se había recibido, como para que casualmente ella y sus secuaces la sorprendieran en el sector designado para el descontrol de la facultad. Sobre la tierra blanquecina que adoptaba ese color por el reiterado ritual, el trámite fue sencillo, primero un pequeño corro lleno de estridencias, los granos blancos sobre su ropa y cabellera, huevos sobre su pelo, no podían faltar, lo más viscoso y molesto. Abundante espuma, que vaya y pase, y las latas de cerveza vertiéndose sobre su cara.
Julieta estaba contenta, aquella tarde y hasta la noche tomó y contaba chistes y era feliz; se sentía todo poderosa, como si cualquier cosa fuera posible. En esas circunstancias las amigas la cargaban de cierto malestar ambivalente, la mayoría estaba contenta con un no sé qué de preocupación que se filtraba entre las no recibidas (y era la mayoría, ya que este grupo consistía en chicas de otras edades).
Llegando a las 23 hs, sus amigas ya se retiraban, una a una se iban y ahora sólo quedaban ella y Marisa.
-Así que por fin: licenciada. ¿Ya era hora, no?
-Ja, sí, realmente no doy más de la felicidad. Aunque es algo raro, siento como un vacío, digo ¿y ahora qué hago? Ahora soy una desempleada. Pasé de estudiante a desempleada en un abrir y cerrar de ojos.
-Oh, ¡qué molesta! Una cosa por vez, Juli, ¿ya estás planificando el resto de tu vida? Tenés 30 años y toda la vitalidad.
-Callate, ¿por qué me recordás eso? Sabés cómo me pongo cuando alguien me recuerda eso.
-Bueno, 30 años y dos meses…
-Cortala.
-Sí, bueno. A mi me falta poco, pero me lo tomo con calma. La verdad no tengo gran apuro. En fin, ya sé que es un momento de celebración y todo, pero me tengo que ir, pido un remise. No todas tenemos la suerte de vivir a la vuelta de la esquina, y si llego tarde mis viejos me van a linchar.
-Andá, pendejita, yo voy a estar bien…
En ese preciso instante, Manuel salía del negocio, era medio tarde ya, se acercaban las 12, y la mayoría de sus empleados ya se había retirado cerró la puerta de metal corrediza en el shopping que permanecía vacío. Sabía que así como siempre sabía saldría pronto por los laterales gente en las últimas funciones de las salas de cines. Aunque la espera y el cansancio tenía su recompensa ya que ahora Manuel caminaba al lado de Romina, por quien desde siempre había sentido una conexión magnética. Nada había pasado con ella aún y un aguijón le atravesó el pecho: temía cerrar el negocio por el fracaso económico y todo lo demás, pero en ese momento se decía que lo que más odiaría sería no verla todas las mañanas esperando con su sonrisa y su piel cobriza. Tras carraspear le preguntó algo acartonado:
-¿Compartimos un remise?
-Claro, ya es tarde.
Esos encuentros con Romina en un auto ajeno era lo más íntimo que tenía con ella. Momentos de incomodidad, y silencio, y sonrisas sugerentes. Ya en el coche, las luces de la ciudad se desplazaban como un ascensor en tiras, la noche era cerrada y sin estrellas.
-Bueno me bajo. -dijo Romina alargando las vocales.
No muy lejos de allí, Julieta caminaba bebida por la calle del bar y su casa, Marisa se había ido en auto, ella caminaba serena y en paz, ligeramente preocupada por el mañana, pero como su amiga le dijo, «una cosa por vez.» No había luces en ese tramo de la calle, apenas algunos destellos tímidos desde las ventanas de los hogares, entre los árboles de las veredas y la desidia del alumbrado público. Seguía avanzando algo errática ya a unos pasos de entrar. Miró hacia atrás casualmente, al principio no lo notó, pero pronto vio que alguien la seguía, y el instinto se disparó, Julieta no era del todo dueña de sí, caminaba lento, no podría correr, estaba cerca de su casa, pero se preguntaba si eso era una ventaja, se culpó de no pedirle a Marisa que la acompañe hasta la puerta, sus nervios se tensaron, el tipo aceleraba, aparecía cada vez más cerca, se acercaba amenazante, ella tembló, pensó seriamente en correr, pero estaba paralizada, no podía respirar. De pronto los faroles de un auto negro la iluminaron y el hombre siguió de largo, como una cucaracha cuando prendemos la luz de la cocina. Era Manuel, quien miró por la ventanilla distraído a la chica. El auto siguió de largo. Julieta entró en su domicilio todavía agitada, dejó las llaves en la mesita, pasó al baño y se limpió conmocionada en la ducha, pensó que había tenido una gran fortuna, sabía que eran coincidencias, pero ese auto la había salvado quién sabe de qué destino. Más relajada, ahora pensó en su título, en sus logros y pudo dormirse. Dio un voto al señor o satán porque nada pasara y apagó la luz.
En los días siguientes sucedieron algunas cosas en la vida de Manuel, el negocio comenzaba a prosperar y Romina aparecía más y más accesible. Manuel comenzó a sonreír como hacía tiempo no lo hacía, de pronto algo se transformó y él solo podía agradecer su suerte. Como si un punto de inflexión extraño y súbito hubiese acontecido.
Una semana antes de navidad, un día de diciembre como cualquier otro, cálido y con todas las vidrieras pintadas de rojo, Manuel caminaba al lado de Romina y le hizo la gran pregunta. En ese exacto momento Julieta pasó junto a un grupo de amigos.
-¿Entonces?- le preguntó él.
-Sí, el sábado puedo.

Bonchi Martínez
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